Esta es la historia de una joven, Monique Bourgeois, cuya vida cambió tras conocer a un famoso pintor, Henri Matisse, e ingresar pocos años después en la orden de las dominicas. Hija de un militar, nació en 1921 en Fontainebleau y desde muy niña se sintió atraída por el dibujo, aunque en realidad, como le confesaría una vez a Matisse, le fascinaba más aún el color. El pintor lo entendió muy bien, pues él prefería las llamaradas de color a los trazos acabados. Sin embargo, la ocupación alemana de Francia frustró la vocación artística de la joven. Le surgió otra vocación, la de enfermera, y tuvo ocasión de asistir a su padre enfermo, que murió en la localidad de Vence, cerca de Niza. Monique tuvo entonces que mantener a su familia y encontró un trabajo para atender por las noches a Matisse, de 73 años, en un hotel de Niza. Largas conversaciones sobre el dibujo y la pintura llevaron al artista a proponer a la muchacha que le sirviera de modelo. Así surgieron obras como El ídolo o El vestido verde y las naranjas, en las que una blanca túnica griega armoniza con los negros cabellos de Monique. Alguna vez la modelo se permitió observar que los rasgos no se correspondían con la realidad, pero Matisse le replicó que para eso ya se había descubierto la fotografía.
En 1944 Monique sorprendió al pintor con su decisión de hacerse dominica. Poco después sería destinada al convento de Vence. Matisse, que afirmaba ser agnóstico, intentó disuadirla, pero fue en vano. A esto le seguiría una correspondencia entre ambos, en la que el pintor expresaba respeto por su opción. Volverían encontrarse cuando ella se convirtió en la hermana Jacques Marie y reanudó su actividad de enfermera. En 1947 la religiosa contó a Matisse que la capilla de que disponían era un antiguo garaje. Sería necesario construir una nueva, y sorprendentemente el artista, que se sentía «llamado por el destino», le respondió que él mismo se ocuparía de todos los detalles: no solo de las vidrieras, sino también del mobiliario y de las vestimentas litúrgicas. Tras elaborar los planos, pasaron cuatro años en los que Matisse edificó una capilla de tejado azul y blanco coronada con una cruz de hierro forjado.
Durante la construcción Matisse y la hermana Jacques Marie conversaban sobre el significado de una obra que muchos no comprenderían por considerarla demasiado sobria y modernista. Para empezar, el vía crucis no presenta las 14 estaciones por separado, sino en un único conjunto. Solo son siluetas en negro en las que no se escatima mostrar la violencia de los hechos, pues, según Matisse, se trata de un drama, el más profundo de la humanidad, desarrollado a gran velocidad. A la derecha del altar se sitúa otro fresco con una enorme figura de santo Domingo, con su hábito inconfundible, aunque su rostro está desprovisto de rasgos. Ese detalle caracteriza también al fresco de la Virgen y el Niño en otro muro. Matisse pensaba que bastaba un signo para evocar un rostro. El resto había que dejarlo a la imaginación.
Hoy no llama la atención, pero sí lo hizo en 1951, el año de la inauguración, que el altar estuviera en un lugar central, de cara a los fieles. Pero son las vidrieras, en tres colores, el culmen de esta obra de Matisse. El color verde evoca la vegetación; el azul, el mar y el cielo, y el amarillo, opaco, es la representación del sol, la imagen de Dios que no se puede ver con los ojos.
La hermana siguió muy de cerca las obras de la capilla, pero no cabe olvidar el asesoramiento del padre Marie-Alain Couturier, un dominico apasionado por el arte, que trabajó con grandes artistas como Léger y Chagall. Solía decir: «Más vale dirigirse a genios sin fe que a creyentes sin talento». Matisse se inspiró en él para pintar a santo Domingo.