Hace muchos siglos, Aristóteles demostró de forma convincente que la moderación es la capacidad de encontrar el justo medio entre los extremos, y que es precisamente esta capacidad la que permite al hombre desarrollarse como es debido, es decir, de forma coherente y armoniosa, y crecer en la perfección. No se trata, por supuesto, de perfeccionismo, sino de estar cimentado en una disposición fija hacia un bien particular que no es susceptible de estados de ánimo momentáneos, fluctuaciones y vicisitudes del destino. Eso era la virtud para los antiguos. El cristianismo retomó este pensamiento y lo orientó hacia una relación con Dios. No en vano, en la teología moral cristiana, una de las cuatro virtudes cardinales en las que se basan todas las demás es -junto con la prudencia, la justicia y la fortaleza- la templanza. Santo Tomás de Aquino, en su "Suma Teológica", explicó su función de la siguiente manera: "La naturaleza misma de la virtud tiene esto en sí, que inclina al hombre a la bondad. La bondad del hombre consiste en ser conforme a la razón (...). Por tanto, la virtud humana es la que inclina al hombre a lo que es conforme a la razón. Y lo que inclina al hombre a esto es la templanza, cuyo mismo nombre indica el dominio o moderación que causa la razón; así pues, la templanza es una virtud".

 

La templanza, por tanto, introduce la luz de la razón en el mundo del comportamiento moral humano, o, como escribió Santo Tomás en otro lugar de su "Suma Teológica", "significa una cierta disposición o moderación impuesta por la razón a las acciones y sentimientos humanos [...]. Porque la templanza aparta al hombre de lo que, contrario a la razón, seduce su concupiscencia". No se trata aquí sólo de lujuria sexual, sino básicamente de una atracción excesiva por todo lo que queremos adquirir y poseer para nosotros mismos. Tales "adquisiciones" no tienen por qué ser exclusivamente de naturaleza material. Podemos adquirir sin restricciones ciertos bienes morales (por ejemplo, poder, prestigio, reconocimiento) o espirituales (por ejemplo, experiencias religiosas). También podemos actuar sin freno bajo la influencia de diversas pasiones, entre las que San Juan de la Cruz incluye, entre otras, la alegría superficial, el miedo o la llamada falsa esperanza. Si observamos atentamente los diversos desórdenes y abusos que se dan en el mundo de la religión humana, muchos de ellos tienen en su raíz una u otra de estas pasiones.

 

Y así, un miedo oculto, normalmente inconsciente, gobierna aquellas actitudes religiosas que pueden describirse como neuróticas. A de rival de Dios, que le arrebata sin piedad la mayor parte de la humanidad y la arroja al abismo del infierno. Todo esto, revestido de una narración apocalíptica al estilo de los "tres días de tinieblas", genera una atmósfera de tensión religiosa y una sensación de amenaza que hace que se emprendan ciertas expresiones de devoción (por ejemplo, devociones, oraciones, penitencias o ayunos) con el fin de salvar el alma, arrebatarse a uno mismo o a alguien de las garras de una amenaza demoníaca, o evitar la ira de Dios. Sí, Satanás existe y es un peligroso adversario del hombre. Sin embargo, la atribución desenfrenada a él de un poder y un potencial de daño excesivos, junto con una imagen oscura y hostil de un mundo dañado por el pecado, es una manifestación de una religiosidad neurótica que ha escapado al control de la razón.

 

Lo mismo ocurre con la falsa esperanza. Ésta, a su vez, surge de un pensamiento ingenuo y supersticioso, que es en gran medida el resultado de una religiosidad superficial, a menudo desprovista de conocimientos teológicos elementales. En el espacio de la fe, los signos y símbolos -los sacramentales, por ejemplo- son una de las muchas formas de expresar la fe. Sin embargo, cuando faltan los conocimientos básicos, su comprensión se pierde en extremo, y ellos mismos se convierten en un remedio casi mágico para todos los males y dolencias. En consecuencia, la gente está dispuesta a sacrificarse mucho para obtener aceite bendito, sal exorcizada, equiparse con agua bendita, una medalla milagrosa con poderes curativos especiales o un conjunto de oraciones para cada día, cuya recitación se asocia a promesas especiales. La falsedad de la esperanza que acompaña a este tipo de comportamiento se debe a que, en lugar de estar situada en Dios, se localiza en rituales religiosos u objetos "santos" que se supone tienen el poder de inclinar a Dios a favorecer y conceder favores.

 

Por último, la alegría superficial. Su móvil es la incapacidad de distinguir entre Dios y su acción en el hombre, o la atribución precipitada de un carácter sobrenatural a toda experiencia religiosa placentera. Una vez más, hay que subrayar que el cristianismo presupone la presencia cercana de Dios en la vida de cada uno y la posibilidad de construir una relación personal con Él. La razón, sin embargo, nos obliga a discernir qué experiencias espirituales son manifestaciones directas de la proximidad de Dios y cuáles sólo pueden apuntar indirectamente a Dios; a distinguir las inspiraciones espirituales de los estados emocionales que, aunque placenteros y conectados de algún modo con la fe, no son necesariamente de carácter sobrenatural. Abandonar la participación de la razón en la evaluación de las experiencias espirituales tiene como consecuencia la falta de discernimiento y, en consecuencia, la incapacidad de prescindir de ellas y la intemperancia en su búsqueda. ¿Cuál es el resultado? Un persistente "coleccionismo" de placeres espirituales, precisamente porque la alegría que generan necesita renovarse constantemente, ya que es superficial y, por tanto, efímera. La alegría superficial amenaza tanto al carismático como al tradicionalista. Porque puede ser generada tanto por experiencias carismáticas como litúrgicas, especialmente cuando quien las experimenta cultiva un sentido de unicidad, de elección y de hostilidad hacia otros tipos de experiencia desconocidos.

 

¿Cómo, entonces, no cruzar la delgada línea de la moderación y convertir una espiritualidad sana en una rareza religiosa? No existe una regla de oro, pero hay algunas maneras probadas. En primer lugar, atenerse al camino del sentido común y evitar los extremos. Después, una dosis saludable de crítica, autodistanciamiento y buen humor. Por último, una base espiritual cimentada en cosas probadas: la Palabra de Dios, los sacramentos, la oración personal, así como la obediencia al Magisterio de la Iglesia y una sólida educación religiosa. Al fin y al cabo, modificando un poco el famoso dicho de Santa Teresa la Grande, cuando no podamos poseer sabiduría y piedad al mismo tiempo, elijamos más bien la sabiduría. Al menos nos haremos menos daño a nosotros mismos y a los demás.

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