Nos encontramos, todavía envueltos en la pandemia del Covid-19, en los inicios del mes de mayo, además, mes de María, mes en que, con su inmensa bondad y ternura de madre nos visitó en la vecina Portugal, concretamente en Fátima, y se apareció a tres pobres niños pastorcillos en unos momentos que iban a ser decisivos para Europa y el mundo entero.

Desde allí nos dejó mensajes muy importantes a los que hemos de atender, mes en que ponemos toda nuestra confianza de hijos queridos en Ella, Madre de Dios y Madre nuestra, consuelo de los afligidos, madre de misericordia, auxilio de los cristianos. En la Virgen María encontramos la mujer de fe, la mujer fuerte, madre de los creyentes, y por Ella y con Ella nos sentimos llamados a ser renovados en la fe, creyentes verdaderos y fortalecidos, adoradores y amigos fuertes de Dios, como ella, María.

A eso ha de contribuir este mes de mayo nada melifluo ni infantiloide. Nos acercamos con flores de amor real y auténtico a sus pies a fortalecernos en la fe. Lo primordial para el futuro: la fe en Dios y la confianza ilimitada en su poder y su amor, que nos conduce a que permanezcamos atentos a las necesidades y sufrimientos de los hombres bajo el dolor o el desamparo; a que nos sintamos muy cercanos a los enfermos, a las familias que han perdido seres queridos, a los ancianos, que viven en soledad, a los pisoteados y robados por los propios hombres, los amenazados en sus vidas o los perseguidos por ser cristianos.

Nuestras palabras más llenas de ardor habrían de ser aquellas palabras que muestren la compasión y la misericordia del Señor, las que muestren la ternura y la mirada maternal y entrañable de la que es Madre de los inocentes, desamparados y desgraciados. Atentos a las carencias y necesidades de los hombres y de la familia, para permanecer en el amor de Jesús, junto a María al pie de la Cruz.

No podemos estar ajenos a la carencia de Dios, el despojamiento de humanidad y de verdad que padece el hombre de hoy. Nos encontramos ante ese hombre en el mayor de los desamparos –solo, pobre, enajenado, malherido en su interior– para anunciarle la Buena Noticia del hombre que es Jesucristo, al que la Virgen, nuestra madre, muestra con la cruz y nos lo entrega como luz, vida, rostro humano de Dios. En ese Niño que nos muestra su Madre, María, en esos ojos inocentes y desamparados de María, tenemos la infinita ternura de Dios que nos llama a un futuro nuevo en Dios, con Él y desde Él, que es Amor y es la esperanza única de salvación.

Desde aquí, humilde y gozosamente, con respeto a todos y cada uno, me atrevo a pediros, hermanos y amigos, que no temáis, que miréis a Dios, al rostro humano de su Hijo, que miréis la ternura y la mirada amorosa de misericordia de María, consuelo de los afligidos. Nuestros pueblos, en estas horas cruciales, necesitan de este aliento, de este ánimo que solo Jesucristo, del que es inseparable su Madre, puede dar y da, porque Él está en medio de nosotros. Esta es la hora de la esperanza que no defrauda, la hora de la ternura de María, Madre de Dios y Madre nuestra, de los vulnerables, pobres y necesitados, que son sus preferidos.

Que la Virgen María nos ayude y acompañe a España, tierra de María, siempre, que no nos deje porque Ella nos quiere y nosotros, todos, la queremos como buenos hijos suyos de estas tierras de María. Madre entrañable y tan buena, vida, dulzura, consuelo y esperanza nuestra. ¿Qué hacer? Sencillamente, lo que Ella dijo a los criados de las bodas de Caná: «Haced lo que Él, Jesús, os diga». Y el agua amarga o insípida se convertirá en el vino del amor y de la alegría.

Orar con el rezo del Santo Rosario, todos los días y en familia. Seguir sus pasos y suplicarle que nos ayude a plegarnos por completo, como Ella, a la voluntad de Dios, y se alumbrará una humanidad nueva, hecha de hombres y mujeres nuevos, que son y se sienten hermanos unos de otros, hijos de Dios, nuestro Padre común, y trabajan por la paz. Es sumamente necesario recuperar y vivir gozosamente el sentido mariano en nuestras vidas para renovar el mundo. Que no se pierda ese sentido mariano tan propio de nuestra tierra española. Escuchemos su voz y proclamemos las grandes maravillas que en Ella y por Ella Dios lleva a cabo. Sin miedo. Al abrigo de su manto protector de madre de Dios y madre nuestra.


Fuente: La Razón.
 
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