El pasado lunes en la Catedral de Valencia celebramos la Eucaristía por la paz en Ucrania para Ucrania y el cese inmediato de la agresión injusta del poder invasor ruso. Hicimos lo que la Iglesia puede hacer: mostrar su solidaridad con el pueblo agredido, luchar con sus armas poderosas: la eucaristía, la oración, el sacrificio, el ayuno. Esto significa que la fuerza, el poder, sus armas son las que vienen de Dios, que ya nos ha dado la victoria en Jesús, nos ha mostrado su amor, Todopoderoso y débil, el Señor nos ha mostrado su rostro, el rostro de su Hijo nacido de María, omnipotente y al mismo tiempo débil como Jesús en la cruz que nos amó y reconcilió, y desde ella y nos trae la paz al mundo. En Él Dios nos ha bendecido con toda suerte de dones. Esta es la gran Nueva que hoy se ofrece a todos: El Hijo de Dios, por el misterio de la virginal maternidad de María, se ha hecho uno de los nuestros, nuestra humanidad es la suya, humanidad del mismo Dios. En Jesucristo, Dios se ha manifestado, se ha hecho visible, tangible, humano. Se ha manifestado como amor incondicional por el hombre. Dios, el Misterio que da consistencia a todas las cosas, ¡se ha revelado como amigo de los hombres, unido en una sola carne con el hombre! Esta verdad es la que hace posible que el hombre sea el camino de la Iglesia y de la humanidad, y no haya otro. Del acontecimiento de su Encarnación y nacimiento, brota el que todo ser humano posee una dignidad y valía inherentes e inalienables, en contra de la tentación actual de establecer la utilidad y el interés como criterio único de actuación y de valoración. Ahí está la raíz más auténtica y profunda, la base más firme para la edificación de la paz.

 

«La persona humana, corazón de la paz». Esto dijo Benedicto XVI en un mensaje en la Jornada mundial de la paz. Dirigía su mensaje a los gobernantes y a los responsables de las naciones, en particular, «a todos los que están probados por el dolor y el sufrimiento, a los que viven bajo la amenaza de la violencia y la fuerza de las armas o que, agraviados en su dignidad, esperan en su rescate humano y social». Lo dirigía también «a los niños, que con su inocencia enriquecen de bondad y esperanza a la humanidad, y con su dolor, nos impulsan a todos a trabajar por la justicia y la paz», en los que tienen su futuro comprometido por la explotación y la maldad de los adultos sin escrúpulos.

 

Ese futuro, en el que debe edificarse y alcanzarse el bien necesario de la paz, es para todos, inseparable de Jesucristo, Hijo de Dios nacido de una mujer, en quien se nos esclarece y revela la verdad de la persona humana, la verdad del hombre, su honor y dignidad, inseparable de Dios. Lo que está en juego, digámoslo con toda convicción y certeza, en orden a la consecución y establecimiento de la paz, es una recta visión del hombre, una consideración válida para todos de la persona en sí misma, que, en la antropología cristiana no es inteligible sin Dios en el centro de la creación, de la existencia humana y de la historia. En el discurso de Ratisbona, Benedicto XVI nos está diciendo que el «entendimiento entre los espacios que se asientan en la sola razón y los que amplían el horizonte desde la perspectiva de la religión están llamados a la íntima colaboración para que la Humanidad no cierre caminos de futuro y estemos abocados a previsibles hendiduras sociales». Con otras palabras, centra «sus esfuerzos en favorecer el acercamiento entre la visión racional, o si queremos el mundo laico, y la perspectiva religiosa, o mejor la perspectiva creyente, para que sobre la base de una amplia armonía con la dimensión religiosa se puedan no sólo reconocer sino cimentar los derechos fundamentales del hombre y de la sociedad; para la superación de los conflictos sociales cada día más crecientes debido al rechazo de la armonía fe/razón sin la cual no se puede establecer un auténtico diálogo en el que se engloben todas las dimensiones fundamentales del hombre». Desde esta perspectiva establece un «criterio en el que debe inspirarse» la respuesta personal coherente con el plan divino ante la tarea de la paz; este criterio, afirma, «no puede ser otro que el respeto de la ‘gramática’ escrita en el corazón del hombre por su divino Creador» (n. 3) Y añade, «En esta perspectiva, las normas del derecho natural no han de considerarse como directrices que se imponen desde fuera, como si coartaran la libertad del hombre. Por el contrario, deben ser acogidas como una llamada a llevar a cabo fielmente el proyecto divino universal inscrito en la naturaleza del ser humano ... El reconocimiento y el respeto de la ley natural son también hoy la gran base para el diálogo entre los creyentes de las diversas religiones, así como entre los creyentes e incluso los no creyentes. Éste es un gran punto de encuentro y, por tanto, un presupuesto fundamental para una paz auténtica». ¡Qué sabias palabras! en estos días ante la injusta agresión de Putin a Ucrania.

 

 

Fuente: La Razón

 

 

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