Esta imagen siempre me ha llamado profundamente la atención. Está situada en una pequeña capilla de un antiguo castillo medieval del norte de España, en Navarra. Es el “Castillo de Javier”, tierra de San Francisco Javier, compañero de Ignacio de Loyola. Y lo que más me asombra es su sonrisa. A pesar de estar clavado en la cruz, y por lo tanto de sufrir terriblemente, este Cristo está, sin embargo, sonriendo. Y su cara muestra una dulzura que toca el corazón, al menos a mí. ¿Sentiría lo mismo el joven navarro al verlo y rezar ante él?
Nos hemos acostumbrado tanto a ver crucifijos que nos cuesta ser conscientes del terrible suplicio que significaba la crucifixión. Y, sin embargo, no hay ingenuidad en la imagen del Cristo de Javier. No. El autor de esa talla de madera sabía lo que estaba haciendo. Es otra cosa. Como si hubiera algo mucho más grande que el dolor que laceraba cada uno de sus miembros y que el sufrimiento interior que le angustiaba. La respuesta es la de un Amor infinito que daba sentido de trascendencia y de eternidad a tanta amargura. Y esto se puede detectar en su sonrisa.
Aunque de otra manera, a su modo también Santo Tomás también lo vislumbró en la Pasión de Jesucristo, precisamente ahora que ya entramos en la Semana Santa y en su núcleo del Triduo Pascual, donde lo volvemos a recordar y a revivir por la fe. Este santo se caracteriza por ser muy analítico en sus escritos, pero en este punto deja vislumbrar destellos de un alma enamorada al cuestionarse si la Pasión tuvo que ser necesariamente como fue, y de qué manera la vivió su protagonista. Y así, El que como hombre sufrió todo lo humanamente posible con una intensidad inimaginable, debido a su perfecta naturaleza, simultáneamente experimentó gozo espiritual como Dios, ante el bien y el amor divinos. ¿Qué y cómo sufrió? Así lo describe, como si se tratara de un escrito espiritual:
En efecto, “padeció todos los sufrimientos humanos. Una, por parte de todo tipo de” personas: gentiles y judíos; hombres y mujeres, jefes, súbditos y plebe, incluso familiares y conocidos, como Judas, que le traicionó, y Pedro, que le negó".
“Otra, por parte de todo aquello en que el hombre puede padecer. Cristo padeció, efectivamente, en sus amigos, que le abandonaron; en la fama, por las blasfemias proferidas contra él; en el honor y en la gloria, por las burlas y las afrentas que le hicieron; en los bienes, puesto que fue despojado hasta de los vestidos; en el alma, por la tristeza, el tedio y el temor; en el cuerpo, por las heridas y los azotes".
"La tercera, por lo que atañe a los miembros del cuerpo. Cristo padeció en la cabeza la corona de punzantes espinas; en las manos y pies, el taladro de los clavos; en la cara, las bofetadas y salivazos; y en todo el cuerpo, los azotes. Padeció también en todos los sentidos del cuerpo: en el tacto, por haber sido flagelado y atravesado con clavos; en el gusto, porque le dieron a beber hiel y vinagre; en el olfato, porque fue colgado en el patíbulo en un lugar maloliente, llamado lugar de la calavera, a causa de los cadáveres allí existentes; en el oído, al ser herido por las voces de los blasfemos y burlones; en la vista, al ver llorar a su madre y al discípulo amado” (Suma Teológica, III, q. 46, a. 5, in c).
Y a pesar de que sufría terriblemente, “la parte superior del alma de Cristo seguía gozando cuando éste padecía” (a. 9), ya que “nada impide que dos cosas contrarias, bajo distinta razón, se hallen en el mismo sujeto” (ad 1). Gozaba de Dios, sí, pero también veía el amor de su entrega y además los efectos de Su redención en tantas personas que recuperarían la amistad con Dios al abrirse a su infinito amor. Sí, la sonrisa de este Cristo es sincera.
El Maestro que “aprendió sufriendo a obedecer”, va por delante con su ejemplo de entrega personal, y además nos da la gracia con su Redención de sufrir bajo su alero, y de encontrar un sentido muy especial al propio sufrimiento, y a la situación mundial de pandemia.
Sonrisa también de tantos mártires en los que, a imitación del Maestro, el amor fue más fuerte que la muerte. La muerte no tiene la última palabra.