Noviembre es un mes atravesado por el recuerdo de nuestros difuntos, cuyos restos vamos a visitar con cariño y añoranza. Esta vivencia, sin embargo, está llamada a ir más allá de un mero recuerdo; generando, ojalá, una reflexión y una transformación. Para ello es fundamental darse un tiempo y tratar de aplicar lo meditado a la vida para responder a su sentido más profundo, que no se acaba con la muerte, sino que pide transcendencia. Quizás quieran unirse a algunas de estas reflexiones.

 

Experimentamos como una certeza indudable la vivencia consciente de estar vivos, sobre todo cuando la vida se sabe un don. Pero igual de firme e inseparable es la certeza del término de la vida, al menos tal como la conocemos en los parámetros espacio temporales. Al presentarse como la hoja de una puerta que se abre o se cierra, la muerte se dibuja como horizonte de la vida. Sin embargo, nos cuesta asumirla y por eso tendemos a dejarla en el olvido; le arrinconamos, como si el silencio sobre la muerte la sacara de nuestro horizonte vital.

 

Hay razones para reaccionar así, lo intuimos. El instinto básico por el que nos aferramos a la vida, por ejemplo, explica algo este comportamiento, pero no del todo. En este momento de la historia que nos toca vivir, la muerte es un tema tabú pero que sigue suscitando temor e interrogantes. Otra posible razón de esta reacción es quizás el vertiginoso progreso de las ciencias y la tecnología humanas, que nos hace creer que esta vida es la definitiva y que nos aboquemos a ella como si fuera la única. Esta inmediatez hace que olvidemos o consideremos no relevante lo que hay detrás de la puerta de la muerte. Y, claro, esta mirada impide considerar la muerte como horizonte vital y pierde además su potente influjo sobre la vida; cosa que puede suceder de dos maneras: o la vida se desperfila o, por otro lado, se absolutiza -resucitando el “carpe diem” de ciertas épocas. Pero tampoco encuentra respuesta adecuada en esa tradición “importada” de Halloween, que suele quedarse en un culto a los muertos sin trascendencia ni esperanza y desdibujando la línea divisoria entre la vida y la muerte.

 

En este último tiempo la pandemia nos ha obligado a considerar la muerte como algo real. Pero ante ella parece se puede adoptar una doble actitud: o negarla abocándose a esta vida como si fuera la única, o integrarla resignificando la vida misma. También entre los filósofos existen estas dos posturas: unos la han integrado y actúa orientando la vida, como Sócrates, Platón y muchos más, mientras que otras la han visto como una condena que lleva a la nada, como Sartre y muchos existencialistas y pensadores actuales. Sócrates vivió la filosofía como preparación para la vida buena y aceptó su muerte en coherencia a su conciencia que le susurraba interiormente que era mejor sufrir una injusticia que cometerla, pues así podría reunirse con los grandes héroes que le habían antecedido y le esperaban más allá de la muerte. Para Sartre, en cambio, la muerte desembocaba en la nada y, por eso la vida se presenta como un sinsentido sin esperanza, y la muerte como condena. Se enfrentan, así, paz y desesperación; amor e indiferencia, porque el amor juega un papel crucial, como aquello que hace posible darle a la muerte un sentido único.

La búsqueda únicamente humana de respuestas últimas es insuficiente por sí misma, pues no puede superar la barrera del espacio y del tiempo; de ahí que el campo infinito al que abre la fe aparezca como una opción muy razonable.

 

La intuición de los primeros filósofos, sumado al deseo de eternidad que bulle en nuestro corazón, encuentra una plenitud en la respuesta de Jesucristo ante la muerte. Su vida y mensaje pone de manifiesto la fuerza del amor: lo que hay luego de la muerte es de tal profundidad y trascendencia que transforma radicalmente el significado de la vida. De esa forma su verdadero horizonte ya no es la muerte sin más, sino la vida eterna y el horizonte que abre como eco de ese salmo: “Qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor”. Dios nos invita a la comunión con Él en esa vida plena que, si se acepta, da un significado de eternidad a lo temporal, si se vive en conexión y orientado al sentido último definitivo; y, por otro lado, da también un significado trascendente a la separación, humanamente desgarradora, de los seres queridos que atraviesan la puerta de la muerte, que así puede vivirse con paz y amor, pues “Mi paz y mi alegría os dejo”.

 

En efecto, y a modo de aplicaciones para la vida: “mientras uno vive sujeto a la necesidad de morir, en cierto modo le domina la muerte”, pero la resurrección verdadera libera de la necesidad misma de morir, que es la de Cristo: “el primero de los resucitados, porque, al resucitar, fue el primero de todos en llegar a la vida eternamente inmortal” (Suma Teológica, III, q. 53, a. 3). Se supera el miedo a la muerte eterna, o segunda, por esta victoria que la deja sin aguijón. Y así podemos tener la certeza de que nuestros difuntos, aunque mueren, no “mueren” totalmente, porque la victoria de Cristo hace posible el eternizarse en el amor que el deseo meramente humano no logra alcanzar. Por eso siguen con nosotros aquellos a quienes amamos.

 

Qué gran lección deja el mes de noviembre, sobre todo en momento de pandemia: infinitos horizontes se abren desde la vida eterna como el verdadero significado ante la muerte y la vida: avivan el amor y permiten afrontarlos con paz y serenidad. Y esto por quienes nos dejan y también por cada uno de nosotros mismos, al permitirnos acercarnos con paz a la muerte, transformado en horizonte de sentido de la vida.

 

 

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