Cuando se tiene la oportunidad de visitar la basílica de San Francisco el Grande, de Madrid, es tal la profusión de obras artísticas que se acumulan en esta iglesia, que no se pueden retener todas en la memoria. Resulta más difícil aún si se trata de arte del siglo XIX, con sus recreaciones góticas y bizantinas, pues no goza de la simpatía de los críticos, que lo consideran artificioso y sometido a los caprichos de la moda del momento. Pero, a pesar de todo, hay imágenes que se graban en la retina y esto me sucedió con un púlpito de mármol y en bronce dorado, donde se representan escenas de la vida de san Francisco de Asís. Me llamó la atención por su realismo, no exento de emotividad, la escena del santo con el lobo de Gubbio, recogido en Las Florecillas, en la que Francisco hace las paces con el animal que estaría poniendo en peligro las vidas y los ganados de los habitantes de la ciudad.

Para algunos no es un hecho rigurosamente histórico sino una leyenda piadosa o, en el mejor de los casos, una parábola o simplemente un anticipador mensaje ecológico. Hay quienes lo considerarían una evocación de la profecía de Isaías en la que el lobo y el cordero pastarán juntos (Is 65, 25), una bella imagen para la liturgia del adviento o para unos tiempos futuros a los que todavía les falta bastante para llegar. Pero más allá de todo simbolismo, la historia de san Francisco y el lobo no es algo secundario en la vida del santo.

Muchos naturalistas han tratado de demostrar en las últimas décadas que el lobo ha sido muy calumniado y caricaturizado en exceso como un símbolo del mal y del terror, lo que ha llevado a su exterminio. Y por mucho que se demuestre su utilidad depredadora en el ciclo de la vida, en la mente popular el lobo sigue evocando el mal. Sin embargo, cuando veo juntos a san Francisco y el lobo, no llego a la conclusión de que ese lobo sea malo, pues su ferocidad ha sido apaciguada por el santo.

Hace poco descubrí un texto de una conferencia impartida en Padua en 1950 por el sacerdote Primo Mazzolari, el párroco de la pequeña localidad de Bozzolo, que el papa Francisco puso como modelo de misericordia en 2017. Don Mazzolari reconocía no haber visto en su vida a un lobo, pero sí se había visto por dentro a sí mismo. El lobo, entendido como una representación del mal, está dentro de nosotros. Sin embargo, tendemos a buscar fuera a los lobos y a señalarlos con el dedo. En cambio, Jesús nos recuerda que “nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre” (Mc 7, 15). Una tentación frecuente del ser humano, de la que no estamos exentos los católicos, es considerarse lleno de superioridad moral y despreciar a los otros, bien por ignorantes, bien por malvados. Creamos así un mundo hobbesiano en el que el lobo es un lobo para el hombre, aunque fue el comediógrafo latino Plauto el primero en emplear esta frase.

¿Cómo habrían actuado muchas personas en el conflicto entre el lobo y los habitantes de Gubbio? No me cabe duda de que habrían optado por el “partido del bien” y habrían hecho innecesario el papel de san Francisco. Para ellas, el final del cuento que les sirve es el de Caperucita: los cazadores dan buena cuenta del malvado lobo. Por el contrario, el santo se sintió impulsado a desempeñar un papel mucho más difícil: el de pacificador, alabado por su Maestro, que califica de bienaventurados a los pacificadores porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9). Francisco creía sin dudaque el precepto del amor no admite excepciones.

La frase más certera de la conferencia de don Mazzolari es esta: “Solo quien ama al lobo puede hablar al lobo”. Por desgracia, hay muchos cristianos anclados en el puerto de la “condicionalidad”: amaremos cuando el otro pida perdón, cuando se porte bien, cuando cambie… No es esta la actitud de Dios, y tampoco la de las madres de la tierra, subraya el sacerdote italiano, pues las madres no se pasan la vida esperando la llegada de la bondad inmaculada de sus hijos para quererlos. El amor condicional no es propio de un cristiano. Debería recordar, conforme al cristianismo, que los hombres deben de ser amados tal y como son, no como deberían de ser. No podemos esperar que todos se acomoden a nuestro ideal de vida. Además, el evangelio es muy claro: Jesús no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores (Lc 5, 32). La caridad que espera reciprocidad no es caridad. Por el contrario, según decía don Mazzolari, la caridad es un bien a fondo perdido.

La historia, o parábola, de san Francisco y el lobo es una invitación a que los lobos, a los hombres que tomamos por esos animales, se sientan amados y comprendidos. A veces tenemos la idea de que los malos son como los del cine y la mayoría de las obras literarias: fríos, monstruosos y complacidos en su maldad. Olvidamos algo que también don Mazzolari pudo experimentar: muchas personas se han vuelto malas porque han sufrido y ser malas ha sido su forma de reaccionar. Necesitarían de una mano, de la mano de la caridad, para intentar descubrir el rostro de Dios, oculto para ellas desde hace tiempo.

Es comprensible que se prefiere odiar o apalear al lobo, e incluso desear secretamente ser un lobo, no un lobo salvaje sino otro refinado, de traje y corbata o simplemente de ropa de marca considerado como astuto y al que aparentemente le va bien en la vida. Pero no deberíamos olvidar que Jesús envió a sus discípulos como ovejas en medio de lobos (Mt 10,16). El santo de Asís lo entendió perfectamente.

 
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