El 10 de septiembre es el Día Mundial para la Prevención del Suicidio. Ese mismo día terminé de leer el libro de Marc Caellas Notas de suicidio (La Uña Rota, Segovia, 2022) —que me había recomendado una antigua alumna— en el que se reúnen los textos de un buen número de literatos y artistas que decidieron terminar con su vida.
El suicidio es un fenómeno transversal que nos afecta a todos, que nos interpela a todos: se da en todos los países, en todos los estratos sociales, entre personas religiosas y ateas, terroristas iluminados y personas que no han matado ni una mosca, viejos y jóvenes. Personas de toda condición —el triple de varones que de mujeres— deciden terminar con su vida y logran llevar a cabo su decisión.
Es frecuente que en las familias se oculte, en la medida de lo posible, el suicidio del padre, de la madre, del hermano, del hijo, del pariente. Por supuesto, nunca se habla públicamente de ello: como si fuera un doloroso estigma que contamina a todos. Me parece muy comprensible esta ocultación, porque se trata de una conducta que, en última instancia, nos resulta del todo incomprensible. Evitamos lo que no comprendemos silenciándolo, no hablando sobre ello, hasta convertirlo quizás en un tabú.
Coincidí hace algún tiempo en un tren con una psicóloga canadiense que me contó que —tal como le habían pedido reiteradamente sus padres— seis meses antes había ayudado a terminar con la vida de su padre aquejado de demencia senil, y unas semanas después había terminado con la vida de su madre, diagnosticada de Alzheimer, aunque esto estaba prohibido en su país. Venía a España —me decía— para ir a los Pirineos a reencontrar en las montañas la paz interior que aquellos acontecimientos le habían quitado. Me sorprendió su anónima sinceridad con un desconocido que reflejaba la necesidad que tenemos los seres humanos de contar a otros lo que hemos hecho.
Suicidio, suicidio asistido, suicidio anunciado: conductas enigmáticas que debemos tratar de entender para poder conjurarlas. La medicina convencional no es capaz por ahora de disminuir el número creciente de suicidios que cada año arrojan las estadísticas en España y en Europa: se trata de más del doble que los fallecidos en accidentes de tráfico. «El año 2020 se cierra en España con 3.941 suicidios, una cifra jamás alcanzada desde que hay registros (1906)» (El Mundo, 12 noviembre 2021). Para mí lo peor es el fracaso sistemático de la terapia psiquiátrica. Al parecer, alrededor de un 80% de los que cometen suicidio están en tratamiento médico por depresión y son muchos los que sospechan que, al menos en algunos de estos casos, lo que consigue la medicación es activar al paciente deprimido lo suficiente para poder llevar a cabo el plan de suicidarse.
Leí en un libro sobre esta materia que en la Inglaterra del siglo XVI se negaba el enterramiento a los suicidas y sus cuerpos quedaban expuestos atados a palos bien altos para que fueran devorados por las aves de rapiña y sirvieran así de público anuncio disuasorio para quienes estuvieran considerando la posibilidad de acabar con su vida.
Además, las posesiones de quienes morían así no podían ser transmitidas a los herederos legales, sino que eran confiscadas por el Estado. Con esos recursos se intentaba hacer socialmente indeseable el suicidio. Hoy en día no debemos emplear medios así, pero hay que hacer algo, hay que conseguir un plan de prevención nacional del suicidio siguiendo quizá las pautas de los países que se han adelantado a nosotros en esto.
Además, me parece que nuestra tendencia a ocultar piadosamente los suicidios —tal vez para evitar que se contagie a otros— es poco pedagógica. Pienso que hay que aprender a hablar del suicidio para entender sus causas y poder ayudar mejor a quienes tienen pensamientos de autodestrucción y a quienes conviven con ellos para que puedan cuidarlos mejor. Se trata de personas que no pueden soportar más sufrimiento: les resulta absolutamente inaguantable y el suicidio se les presenta como la única vía de liberación.
Por ello, se ha de mejorar la atención médica con un estudio más a fondo de las conductas suicidas. Me dice un médico amigo que desgraciadamente no siempre es posible saber retrospectivamente lo que ha pasado. En muchos casos no hay duda de que la persona tenía una enfermedad psiquiátrica grave que ha alterado su juicio, que el paciente era una persona enferma no responsable de sus acciones. En el otro extremo están los raros casos de personas que de modo totalmente racional y libre deciden que la muerte es mejor que vivir en algunas circunstancias particularmente onerosas. No se ha de juzgar a la persona suicida y hay que tener gran cariño y respeto a la familia, que casi nunca entiende lo que ha pasado.
Algunos dicen ingenuamente que quien amenaza con suicidarse no lo hace nunca, pero muchas veces no es así. Quien fracasa en un intento de suicidio vuelve a intentarlo un tiempo después. Con frecuencia quienes acompañan al enfermo se han acostumbrado ya a sus anuncios y los consideran una mera expresión de un deseo ineficaz. Nunca hay que pasarlos por alto: hay que prodigar nuestro cariño con quienes quieren dimitir de la vida, pues en lo humano es lo único que puede ayudarles a mantener su vacilante decisión de vivir aquí.
No estamos preparados para afrontar el suicidio. Me parece que hay que trabajar seriamente para un cambio de la percepción social en esta materia. La vida no es un derecho, sino una tarea, un deber: para mí el suicidio es siempre una debilidad, una cobardía, una renuncia al cariño de los demás. Debemos aprender a hablar del suicidio en todos los niveles, en la familia, en la escuela, en los planes de salud: solo así lo comprenderemos mejor. Nos va en ello la vida de algunas personas a las que queremos.