El centenario del nacimiento de Chiara Lubich es una buena ocasión para profundizar en una de las grandes representantes de la espiritualidad contemporánea, una mística para nuestro tiempo. Chiara es una referencia indispensable en estos tiempos difíciles en los que muchos cristianos se sienten desanimados por ser una minoría en medio de una sociedad plural y compleja, que parece vivir de espalda a Dios. Esos cristianos se sienten abandonados y tienen nostalgia de un tiempo pasado, supuestamente idílico y que ellos no han vivido. Les invade la tristeza y se asemejan a la mujer encorvada del evangelio (Lc 13, 10-17), incapaz de alzar la cabeza al cielo. A estos cristianos, necesitados de recuperar la alegría que nos trae Cristo, les vendría muy bien profundizar y meditar en los textos de Chiara, una mujer siempre atenta a las inspiraciones del Espíritu Santo. Sabía muy bien que la fortaleza del cristiano no deja de ser prestada, pues nuestra debilidad se hace fortaleza en Cristo.
Uno de mis textos preferidos de Chiara Lubich es un artículo escrito para la agencia Zenit para el Viernes Santo del 2000. Tenía entonces ochenta años, aunque podía haberlo escrito al inicio de su itinerario espiritual, pues aquí encontramos uno de los rasgos más características de su espiritualidad: la meditación sobre Jesús abandonado. En contraste con las expectativas de esos cristianos apegados a la supuesta seguridad vivida en otros tiempos, Chiara presenta la figura de un Cristo despojado en la cruz de su divinidad para unirse todavía más al hombre, para experimentar Él también la angustia y el desamparo del ser humano e en algunos momentos de su vida. Tal es el sentido de la cuarta palabra pronunciada en la cruz, “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27, 47).
Una vez leí una explicación que no me convenció en absoluto: Jesús se había puesto a rezar un salmo que contiene estas palabras y su agotamiento le impidió proseguir su oración. Es posible que Jesús pudiera estar rezando ese salmo, pero lo cierto es que sus palabras expresan nítidamente lo que sentía en ese momento. Durante siglos no se ha prestado la suficiente atención a esta cuarta palabra, acaso porque algunos se imaginaban que era una pregunta sin respuesta. En cambio, los creyentes sabemos, tal y como recuerda Chiara, que el Padre resucitó y ensalzó a su Hijo para siempre. Sobre este particular, señala además: “En Él, el amor estaba anulado, la luz apagada, la sabiduría callada. Estábamos separados del Padre. Era necesario que el Hijo, en el que todos nos encontrábamos, probara la separación del Padre. Tenia que experimentar el abandono de Dios para que nosotros no nos sintiéramos más abandonados”. Chiara ve en ese Jesús que grita su abandono a muchas personas que sufren en lo físico como ciegos, mudos o sordos, pero también percibe a los que sufren en su espíritu: los desilusionados, los traicionados, los miedosos, los tímidos, los desorientados… Estos últimos son los heridos de la vida, una expresión utilizada en algunas ocasiones por san Juan Pablo II, y que no hace mucho contemplé como rótulo de una sección en una librería de Lourdes. Pienso que los enfermos del espíritu son mucho más numerosos que los otros, pues en una sociedad poco solidaria son infinidad las personas que viven en la soledad y el desamparo. En ellas está Jesús abandonado, pues como dice Chiara: “Lo podemos ver en cada hermano que sufre. Al acercarnos a los que se parecen a Él, podemos hablarles de Jesús abandonado”.
A los que sufren se les ha vendido la idea de que su vida es un fracaso y que nada merece la pena. Pero Jesús ha sufrido mucho más que todos ellos. Chiara recuerda que detrás de todos los aspectos dolorosos de la vida, se encuentra el rostro de Cristo. Podríamos añadir que es un rostro concreto con identidad, aunque tenga representaciones muy variadas, y si su rostro es reconocible, también ha de serlo el rostro de nuestros hermanos porque, tal y como señala Chiara, cada uno de ellos es Él. Es tarea nuestra transformar el dolor en amor, una labor que humanamente parece imposible, pero será posible gracias a la fortaleza y a otros dones que nos infunde el Espíritu de Cristo.
La evocación del abandono de Cristo crucificado me lleva a relacionar a Chiara con Olivier Clément, un conocido teólogo ortodoxo francés. Ambos sentían una gran admiración por el patriarca Atenágoras y mantuvieron algunos encuentros personales de los que dejaron constancia en sus escritos. Ante las tormentas político-sociales de la época, como el mayo del 68, Atenágoras no es pesimista ni tiene nostalgia de un pasado supuestamente mejor, y asegura a Clément que esos jóvenes contestatarios le inspiran compasión. Aunque no se den cuenta, son jóvenes completamente abandonados y su grito no deja de ser un grito de huérfanos. El patriarca, un gran experto en humanidad, ve la revuelta estudiantil como una llamada de auxilio. Por su parte, Clément subraya que, pese al aparente triunfo del nihilismo, existe un gran vacío en un movimiento de protesta que se proclama heredero de Marx, Nietzsche y Freud.
Creen, como tantos otros, en la transformación de las estructuras, o a lo mejor ni siquiera en eso, aunque no se dan cuenta de que la única revolución creativa en la historia es la que nace de la transformación de los corazones. Por su parte, Chiara Lubich, testigo de una época turbulenta en la que Cristo es nuevamente abandonado y sustituido por utopías sin esperanza, encuentra en Atenágoras el corazón de un padre, un espíritu juvenil lleno de fe y esperanza. No le califica de hermano separado, una expresión muy frecuente en la época del posconcilio, pues tiene el convencimiento de pertenecer a una misma casa, a una misma familia. Este es el auténtico ecumenismo, en el que las diferencias han perdido su color gracias al sol de la caridad. Tanto es así que el grito de Jesús abandonado en la cruz está necesariamente dirigido a todos los cristianos sin excepción. El encuentro con Jesús abandonado, presente en tantos hermanos a los que no podemos dejar solos, es un buen ejemplo de ecumenismo.