Aunque seamos animales de costumbres, también nos adaptamos y respondemos a las cambiantes circunstancias con flexibilidad, y así nos alimentamos y vestimos de acuerdo a las necesidades personales o al clima. E igual que hacemos con estas y otras dimensiones materiales, también lo hacemos con otras interiores vinculadas a nuestra personalidad y moralidad para adecuarnos a las exigencias o circunstancias que debemos afrontar. Como ahora, estando en medio de una situación que, en mayor o menor medida, nos afecta a todos, demandando una serie de actitudes especiales para responder a sus exigencias sin quedarnos atrás. Sí, me refiero a la “vieja novedad” de la pandemia.  
 
A nuestro alrededor descubrimos mensajes de pesimismo, quejas, críticas e incertidumbre mezclados con otros de superación, de ánimo, de seguir adelante en medio de la crisis y de las dificultades que acarrea. Efectivamente, en estos tiempos tan complejos resalta la importancia de vivir interiormente lo que se llama “resiliencia”; pues ante desafíos mayores, el esfuerzo también ha de ser mayor para dar una respuesta proporcionada. Esta actitud, que engloba varias dimensiones, encuentra una traducción en el lenguaje de la ética clásica denominada “hábito perfectivo o virtud moral de la fortaleza”. La virtud no se improvisa, sino que suele ser el resultado de muchos pequeños esfuerzos en el bien, realizados día a día que, gracias a esa dinámica, nos van disponiendo para responder cada vez con mayor facilidad y alegría interior de esa manera; en este caso, con fortaleza.  
 
Se describe la fortaleza como la doble capacidad de, por un lado, resistir ante las dificultades y peligros y, por otro, de acometer y luchar de forma activa para superarlos afrontándolas con ánimo. En efecto, “implica una firmeza de ánimo para afrontar y rechazar los peligros en los cuales es sumamente difícil mantener la firmeza” (Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-IIa, q. 124, a. 2). Y de todas las dificultades a afrontar, este autor señala que la mayor es el peligro de muerte, por lo que adquiere especial relevancia y actualidad en estos momentos -no sólo desde la perspectiva humana sino también desde la sobrenatural. 
 
En ese sentido, todos sabemos por propia experiencia que no se puede aguantar para superar las dificultades si no hay un amor o entusiasmo por el fin, meta u objetivo a lograr, dando lo mejor de nosotros. Por eso, sólo esa mirada de corazón de un alma grande que aspira a lo más elevado, nos permite sacar fuerzas de flaqueza ante la dificultad. A esta disposición se le llama magnanimidad -magna anima-, que, dicho sea de paso, a pesar de que su nombre se nos haga un poco extraño, es una virtud realmente crucial. Sin embargo, la fortaleza se apoya además en otras virtudes, entre las que destacan la paciencia y la perseverancia. La paciencia nos permite responder con paz y tranquilidad de ánimo a esas dificultades, sin rendirnos ni enfadarnos, sino tranquilamente, pues pasarán. Fácil de decir, ¿cierto?, no tanto de vivir. Y junto con la paciencia está, como su hermana gemela, la virtud de la perseverancia, que nos permite continuar haciendo el bien en el tiempo cuando no conseguimos inmediatamente lo que estamos buscando, es decir, cuando no es de hoy para mañana, sino que debemos luchar hoy, y mañana, y pasado y pasado mañana, y quizás más a largo plazo y por eso hay que aguantar en el bien. Sí: todas estas virtudes alimentan y refuerzan los “músculos” interiores que debemos poner en tensión para vivir la fortaleza.  
 
Sí, podemos ejercitarnos en esa respuesta espiritual, y eso es una buena noticia. Para ello no estamos solos, sino que contamos con apoyos y vínculos humanos; también los trascendentes, que, aunque invisibles, son reales y actúan: Dios nos permite ir más allá de lo humano, superarnos y llegar hasta las cimas más altas. No en vano Él se hizo uno de nosotros para mostrarnos el camino y darnos su vida divina.  
 
No pierde vigencia el antiguo adagio de que la gracia divina no anula la naturaleza, sino que más bien la supone y, más aún, la perfecciona. De ahí que la virtud sobrenatural de la fortaleza que Dios nos concede gratuitamente para afrontar peligros o dificultades por la fe, necesite, como base donde apoyarse, de la práctica y adquisición de esta virtud natural o humana. El sacerdote o personal de salud que enfrenta el riesgo del contagio por amor a Dios en el prójimo, o el mártir cuya vida corre peligro por ser consecuente con su fe, echa mano de la paciencia, perseverancia y fortaleza que ha ido cultivando y almacenando en su espíritu, pero necesita un impulso divino cuando el sacrificio supera sus fuerzas meramente humanas.  
 
La fortaleza de Jesús, de acuerdo al Compendio de teología (Libro IV) del Aquinate, se manifiesta en cinco actos: el primero es una decisión para emprender las cosas difíciles, afrontando los obstáculos con resolución; el segundo es el menosprecio de las cosas mundanas en comparación con las de la eternidad; el tercero es la paciencia en las tribulaciones; el cuarto la resistencia a las tentaciones; y el quinto es el martirio interior, es decir, dar el testimonio de la vida en el combate interior contra las pasiones desordenadas y vicios y para adquirir la virtudes, que, llegado el caso, podría incluso manifestarse en el martirio de la sangre. Esta fortaleza la recibe quien, viendo su propia debilidad, a la vez confía y espera todo de Dios porque vive unido a Él, como su gran Amigo.  
 
En estos tiempos de Covid, confinamiento, dificultades económicas y de todo tipo, no dejemos que se pierda la esperanza: no estamos solos. Eso aumentará la magnanimidad, dándonos fuerzas para seguir luchando con fortaleza: como familia o como comunidad, pequeña o grande, y también como miembros del Cuerpo del Gran Testigo, Cristo. No estamos solo, Él lo prometió en la Última Cena, y siempre cumple Su Palabra.

 
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