Te confieso, ¡oh dilectísimo tito Escrutopo!, que he hecho un viaje relámpago a los Estados Unidos. Allí he podido disfrutar de la adoración de las multitudes: pues la chusma de aquellas tierras (y, por gregarismo, la chusma de todo el orbe) hinca la rodilla en tierra, en gozosa parodia siniestra de la genuflexión ante el Enemigo; y quien no se arrodilla ante el Enemigo sólo puede arrodillarse ante nosotros, o ante nuestras obras. Estados Unidos, tan admirado por todos los panolis derechoides del orbe, siempre fue, ¡oh titotálamo chocheante!, un vivero de odios, como corresponde a una nación nacida de un espíritu sectario y puritano que, a la vez que instaura el zurriburri religioso (toda la purrela y porrusalda luteranoide), postula un falso comunitarismo que no es sino individualismo de grupo, reconocimiento entre sí de los que son de la misma secta, raza o bandería. O sea, un patchwork social que acaba, inevitablemente, en delicioso pandemónium, como ocurre siempre con todos los avatares de Babel.

Frente a este ideal puritano y sectario, tan favorable a nuestros intereses, España instauró en aquellas tierras un ideal completamente disolvente de nuestra acción: el Enemigo había hecho nacer a todos los hombres de una misma pareja; más tarde, había querido que su Hijo se pasease por el mundo en carne mortal, como un descendiente más de aquella primera pareja; y, ya por último, había entregado su poder al Papa, que a su vez se lo había alquilado a los reyes españoles en aquellas regiones del planeta. De lo que se deducía que los habitantes de aquellas regiones eran súbditos del rey español, fieles al Papa e hijos del Enemigo, por ser descendientes todos -como cualquier rey o papa- de aquella primera pareja. Así España hizo realidad la odiosa unidad universal de todos los hombres en torno a una paternidad común, en donde las razas se funden gozosamente. Luego, este ideal español sufrió traiciones, como sucede en cualquier empresa humana, pues algunos conquistadores y encomenderos españoles escucharon nuestros consejos; pero frente a ellos hubo siempre un fraile jopu inspirando a los reyes leyes protectoras de los nativos americanos que fundaron el «derecho de gentes».

Los carcamales de tu generación, para extender en América el odio a España, presentasteis ante la chusma los abusos personales de algunos encomenderos y conquistadores de nuestra cuerda como crímenes institucionalizados. Y conseguisteis un birlibirloque genial, convirtiendo a un fraile jopu como Bartolomé de las Casas en icono antiespañol, como si fuese un proscrito de la monarquía hispánica, en lugar de un consejero de la mayor privanza del emperador Carlos, que promulgó las Leyes Nuevas de Indias siguiendo sus consejos. Pero hacía falta una vuelta de tuerca mayor, así que he propuesto a la chusma embriagada de odio que en estos días se arrodilla ante nuestras obras la remoción de estatuas que evoquen aquella empresa inspirada por el Enemigo. Pues derribando esas estatuas, ¡oh titocondria paramecia!, se borrará mas fácilmente de las almas el principio de unidad universal de los hombres en torno a la paternidad común del Enemigo. Así nosotros podremos imponer a esas gentes ya huérfanas la unidad gregaria de pandemónium y hormiguero que las atraerá hacia las tinieblas.

Y, por supuesto, pronto trasladaré esta fiebre de derribar estatuas que simbolicen aquella empresa a la España coronavírica; pues el españolito apóstata y resentido siempre ha sido una cacatúa orgullosa de regurgitar todos los topicazos de la Leyenda Negra. Me relamo el bálano, cuando pienso en la cantidad de pedestales vacíos de los que pronto dispondremos, para honrar a los lacayos de nuestra Legión.

 
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