El 25 de mayo es la fiesta de san Beda el Venerable, un santo del siglo VIII ligado a la difusión del cristianismo en tierras inglesas. En esa misma fecha de 1970 falleció un gran historiador inglés de la cultura, Christopher Dawson, un intelectual inconformista, convertido al catolicismo en 1914, y que dedicó su obra a subrayar la importancia de la religión en las distintas civilizaciones. Una curiosa coincidencia porque Dawson tenía en alta estima la figura de Beda, historiador y difusor de las enseñanzas de los Padres occidentales: san Ambrosio, san Agustín, san Jerónimo… Dawson recordó además que fue el monje benedictino Beda el primero en marcar la división del tiempo en antes y después de Cristo, mucho antes de que lo hicieran Carlomagno o el Papado.
Un historiador cristiano solo puede concebir el tiempo de forma lineal. Quien entienda el tiempo de modo circular, solo puede ser un historiador vinculado a la tradición de la Antigüedad pagana o de los mitos germánicos. Es un historiador fatalista, todo lo contrario de lo que representaba Christopher Dawson, pues este autor inglés se dio perfecta cuenta de que no se podía separar el culto de la cultura, lo que equivale a decir que no se puede desvincular la fe de la razón. Esto se está produciendo en la actualidad y es lo que otro historiador, Andrea Riccardi, llama la desculturización de las religiones.
Pero antes de que Dawson escribiera sus grandes obras de historia cultural, publicó en 1933 un pequeño libro, El espíritu del Movimiento de Oxford, en el que hace una pequeña crónica de ese movimiento de renovación de la Iglesia anglicana que surgió en la década de 1830 en la ciudad universitaria inglesa. He tenido ocasión de releer este libro, del que solo existe en el mercado la edición publicada por Rialp y con traducción del teólogo José Morales. Es una obra para mentes inquietas, que no se quedan solo en las circunstancias históricas y que están convencidas de que la Iglesia siempre está necesitada de renovación, sin perder ni su esencia ni la fidelidad a su Fundador.
Dice Dawson que Oxford era la ciudad santa del anglicanismo. Quien haya visitado la parroquia universitaria de Saint Mary's, tendrá que reconocer que es verdad, aunque su visita haya sido en medio de filas de turistas apresurados o curiosos que recorren el itinerario de los collegesde Oxford. En efecto, los recuerdos del anglicanismo de los Tudor están allí, aunque también está la memoria viva de John Henry Newman, un clérigo y profesor del Oriol College, sumamente descontento, junto con otros de sus colegas, de una Iglesia anglicana mimetizada con el Estado y de asfixiantes estructuras burocráticas, aburguesada y condenada a una progresiva extinción. Surgió así el Movimiento de Oxford, cuyo ideal era la libertad espiritual de la Iglesia Apostólica y la herencia de los Padres. La coherencia y la fidelidad a los dictados de una conciencia comprometida con la verdad llevarían a Newman, con el paso del tiempo, a pedir la admisión en la Iglesia católica. No lo harían, en cambio, sus compañeros John Keble y Richard H. Froude, que buscaban una vía intermedia entre el anglicanismo y el catolicismo. Como bien subraya Dawson, el Movimiento fue una lucha para la preservación de la identidad espiritual de la religión cristiana, que corría el riesgo de ser absorbida por la cultura secularizada del mundo moderno.
Christopher Dawson presenta en este libro una intuición genial: el Movimiento de Oxford no solo produjo los tractos doctrinales que le hicieron famoso. Nació en un clima de oración y de poesía. Los sermones y escritos de Newman son buena prueba de ello. La fuerza de ese clima solo se explica porque la poesía no se ha reducido a un mero placer estético, es una forma de trato con Dios, y la religión es mucho más que un sentimiento piadoso, pues forma parte de la propia vida. Los miembros del Movimiento eran conscientes de que el protestantismo, y no solo el inglés, se estaba deslizando hacia la pérdida del sentido sobrenatural. A Newman no le bastaba una Iglesia que buscaba que los hombres fueran mejores en sus relaciones sociales, honrados, rectos, trabajadores… Llegó a decir que era una Iglesia de “aristócratas comodones” y “caballeros residentes”, y no una Iglesia para hacer santos. Su papel se había reducido al de un baluarte del orden establecido. Newman habría coincidido plenamente con Dawson en que la religión no puede reducirse a dedicar a Dios una hora o dos los domingos.