La belleza nos asalta, súbita como una liebre, en el lugar menos pensado. A veces ese lugar es un acantilado al crepúsculo, a veces una capilla cubierta de frescos de Signorelli, a veces en el andén de una estación de metro donde una muchacha lee un libro de poemas, entre tantos borregos enfrascados en su teléfono móvil.

Ahora mismo acaba de asaltarme la belleza leyendo las palabras que Santo Tomás dedica a la virtud de la penitencia (III, q. 85, n. 4) en la Suma Teológica. En unas pocas líneas describe la penitencia (que el moderno asocia con ejercicios penosos y castigos ímprobos) como una suerte de combinado portentoso en el que se abrazan todas las virtudes: «La penitencia –escribe Santo Tomás–, aunque sea una especie de justicia, abarca en cierto modo la materia de todas las virtudes. En cuanto justicia del hombre para con Dios, ha de participar algo de las virtudes teologales, que tienen a Dios por objeto. Así pues, la penitencia incluye la fe en la pasión de Cristo, por la cual nos justificamos de nuestros pecados, la esperanza del perdón y el odio a los pecados, que es fruto de la caridad. En cuanto virtud moral, participa algo de la prudencia. Y, por ser justicia, no sólo posee lo propio de la justicia, sino también lo de la templanza y la fortaleza; pues los objetos que causan deleite, cuya moderación pertenece a la templanza, y los que ocasionen terror, moderados por la fortaleza, sirven para el intercambio propio de la justicia. Y, según esto, la justicia debe abstenerse de deleites, que son objeto de la templanza, y soportar las penalidades, objeto de la fortaleza».

La mente arquitectónica de Santo Tomas es capaz de expresar en muy pocas líneas un pensamiento vertiginoso, cual es la ‘composición’ de ese agregado de virtudes que se esconde en la penitencia, y sus efectos sobre el alma. Que son propiamente los de una resurrección, como si una corriente de savia se repartiese por todos sus rincones. Pero sospecho que, para el moderno, la belleza de este pasaje resulta indescifrable. El moderno encuentra primeramente muchas dificultades en entender la naturaleza y el sentido de las virtudes, que a veces desdeña (si es degenerado) y a veces castra (si es buenecito), convirtiéndolas en vistosos y pomposos remedos (los pestilentes ‘valores’), que son como las plumas de pavo real de una disciplina moral concebida al modo en que se conciben los ejercicios del gimnasio, como una prueba de superación personal. Pero, sobre todo, el moderno (tan endiosadín y empoderado) ha dejado de entender la virtud de la penitencia por la sencilla razón de que no siente que deba arrepentirse de nada. Newman decía que la ‘libertad de conciencia’ al final se ha convertido en la libertad para prescindir de la conciencia; y este inevitable deslizamiento nos ha traído una época de modernos satisfechísimos de haberse conocido que nunca tienen ningún reproche que hacerse. Aunque, paradójicamente, no dejen de hacerle reproches al prójimo, al que por el contrario consideran infestado de todos los males.

Esta doble ofuscación de los modernos los hace impermeables a la virtud de la penitencia, convirtiéndolos en lo que Charles Péguy llamaba ‘corazas sin defecto’, gentes completamente cretinas e infatuadas que no presentan en sus vidas pavorosas heridas ni cicatrices mal curadas que a veces supuren y sigan doliendo. Y es por esas heridas todavía abiertas o cicatrices mal curadas por donde se cuela la virtud de la penitencia. Todas las virtudes necesitan, además de disciplina moral, una herida por la que puedan colarse. Al moderno que piensa que no tiene heridas (y mucho menos conciencia), nada se le dará. El que no está caído, no será recogido; el que no está sucio, no será jamás limpiado. Pero al que está sucio y caído y tiene la humildad de reconocerlo, tarde o temprano lo visita la hermosa virtud de la penitencia. En un pasaje del Evangelio de San Juan, se nos narra la sobrecogedora conversación que Nicodemo mantiene con Jesús: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? –pregunta Nicodemo–. ¿Acaso se puede entrar otra vez en el seno de la madre y volver a nacer?». Y Jesús le responde que, en efecto, cualquier hombre, no importa cuán viejo sea, puede volver a nacer del Espíritu. Basta dejar que la savia vivificadora de la penitencia penetre por nuestras llagas. Pero para eso hay que despojarse primero del ‘hombre viejo’; quiero decir, del hombre moderno, esa coraza que no se encuentra defecto alguno del que arrepentirse, aunque luego se resquebraje y se haga caquita ante el coronavirus. La hermosa penitencia, por cierto, mata todos los temores provocados por el coronavirus. ¡Alguna ventaja teníamos que tener los antimodernos!

 
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