La esperanza es la actitud o la disposición habitual por la cual confiamos lograr algo bueno o deseable en un futuro, a largo o corto plazo, y altamente probable. Cuando no se espera algo bueno a futuro, o hay pocas expectativas de lograrlo, se genera desesperanza, mientras que el que vive con esperanza mantiene la juventud espiritual. Pues bien, al celebrar en Navidad Al que vino a traernos la felicidad se crean esperanzas que se prolongan durante la octava de esta celebración hasta el 1 de enero. Tales esperanzas tienen en común el deseo de una vida mejor, de logros personales o sociales de orden material o espiritual, o esos anhelos profundos de ser mejor persona de una vez y superar los vicios o defectos que dificultan las cosas… En el fondo, aunque no lo digamos así, seguimos anhelando ser salvados: de los males que nos aquejan, de la pobreza, de las injusticias, de nuestras miserias o vicios. Es justamente la experiencia del bien y el mal en nuestras vidas, interior y exteriormente, la que agudiza el anhelo de felicidad y se traduce en la esperanza de una salvación, y la esperanza como actitud natural se transforma en la virtud teologal de la esperanza, por la que esperamos gozar de las promesas del Salvador.
Esa experiencia personal y social del mal –como actos desordenados que nos apartan del bien o nos impiden perseverar en él, y las debilidades interiores habituales contra las que debemos luchar una y otra vez-, es algo real que vivimos como un “errar en el blanco, o en el camino”, y que la tradición judeo cristiana denomina pecado. Por eso, en el fondo, de lo que esperamos ser librados es de esa realidad que nos afea y esquiva nuestras metas, cuya existencia y actualidad no podemos negar, pues basta mirar las noticias de los medios de comunicación sobre actos inmorales o los intentos por superarlos. Incluso cada uno, al examinar su conciencia, sabe que no siempre obra como debiera y que además le cuesta hacerlo -a causa de la pereza, egoísmo o impaciencia.
Sin embargo, a pesar de todo, seguimos esperando que algún día lo conseguiremos. Y la razón de esa esperanza, a pesar de nuestras caídas o malas experiencias, es que contamos con ayudas; por un lado, de otras personas que, de una u otra manera y con limitaciones, nos impulsan a dar lo mejor y, por otro, de una certeza muy arraigada en el corazón del ser humano: Aquel que ha puesto en nosotros esos deseos de plenitud y de felicidad perfecta, ha de poder hacerlos realidad. La esperanza como actitud natural es así elevada y transformada en la virtud teologal o sobrenatural del mismo nombre, don de Dios.
Ese deseo arraigado en la historia de la humanidad se concretó hace más de dos mil años con la venida del Salvador. El, por ser Dios, nos ofrece la gracia necesaria para superar nuestra debilidad e inconstancia, y, por ser uno del género humano, se presenta como ejemplo a seguir, pues es Camino, Verdad y Vida. Por eso guardan relación lo que celebramos en Navidad y las expectativas del nuevo año: porque cada año se nos regala como un don lo que necesitamos para vivir liberados y en plenitud. Se nos brinda una ayuda proporcional a los anhelos, que es la gracia de Dios: gracia porque nos es regalada gratuitamente y de igual manera ha de ser acogida, y divina porque procede de Dios y nos une a Él.
Santo Tomás de Aquino, gran amante de la Verdad y, por lo tanto, del Verbo encarnado, explicó esto con acierto: “El ser humano necesita también del auxilio de la gracia divina para perseverar en el bien. En efecto, todo lo que de suyo es variable, necesita del auxilio de un motor inmóvil para afianzarse en una sola cosa. Ahora bien, el hombre varía tanto del mal al bien como del bien al mal. Luego para que permanezca fiel [inmóvil] en el bien, que es lo que se llama perseverar, necesita del auxilio divino” (Suma contra los Gentiles, Libro III, cap. 155). Y como el mejor camino es el del amor, la mejor manera de recibir su ayuda es haciéndose amigo de Dios, que es la fuente de la felicidad.
Muy bellamente recoge el Catecismo lo que es la virtud teologal de la esperanza (Cfr, CIC, nn. 1817 y 1818) “La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. […] La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad”.
En conclusión, podemos decir que no es pesimismo, sino sano realismo reconocer nuestras esperanzas y limitaciones, sin encerrarse en ellas sino abiertas a Alguien más grande que nos ofrece su Manita de Niño para liberarnos y salvarnos. Esa es la Navidad, la del 25 de diciembre, la del 1° de enero y Año Nuevo y la de cada día. Y esa es la invitación a trascender de la esperanza natural a la sobrenatural, que nos permite por su gracia superar las limitaciones humanas hasta llegar al mismo trono de Dios.