Anunciábamos en un artículo anterior que la tesis que propone Dreher en La opción benedictina es típicamente liberal, bajo su disfraz tradicional. Su ‘comunitarismo’ presupone, en realidad, la atomización de la comunidad; lo que no es otra cosa sino la adaptación del individualismo liberal a pequeños grupos de individuos, congregados en torno al disfrute de su particular forma de vida. Para que este falso ‘comunitarismo’ (que, llevado hasta sus últimas consecuencias, descompondría la sociedad en un archipiélago de sectas) sea viable, Dreher reclama al Estado que garantice la libertad religiosa y se mantenga neutral ante las diferentes visiones del bien que existan dentro de la sociedad; es decir, pretende fundar una solución tradicional en tesis radicalmente liberales. Y a continuación, en un rasgo de maquiavelismo bastante taimado, añade que «los cristianos necesitamos hacernos con todos los aliados que podamos» y buscar «el apoyo de otras religiones» y «tender una mano amistosa a los gays y lesbianas que no están de acuerdo con nosotros pero luchan por la libertad religiosa y de pensamiento». Un cristiano debe, desde luego, tender una mano amistosa a todo el mundo; pero no buscando hipócritamente fines utilitarios en medio del zurriburri.

Como señala Juan Retamar Server en Verbo, Dreher concibe la comunidad como una formación artificial derivada –al más puro estilo roussoniano– de la voluntad de un grupo de personas o familias. Y una comunidad que nace de un contrato, y no de las raíces vivas que la nutren, es siempre una sociedad liberal, por muy conservadora que se pretenda. Como buen liberal, Dreher es partidario de la «privatización de la verdad», entendiendo que los cristianos debemos ‘construir’ comunidades que protejan nuestra fe y la fe de nuestros hijos, con una falta de caridad hacia el resto de la sociedad que consiste, a la postre, en aferrarse egoístamente al bien particular, dimitiendo del bien común.

Esta propuesta antipolítica de Dreher es el reverso de otra propuesta igualmente errónea que invita a los cristianos a allanarse ante las modas impuestas por el mundo. Ambas son radicalmente opuestas a la que nos propone la hermosísima y antiquísima Carta a Diogneto (siglo II), donde leemos: «[Los cristianos] viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. (…) Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres. El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece; también los cristianos aman a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene unido el cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero son los que mantienen la trabazón del mundo».

La Carta a Diogneto nos hace una propuesta política valerosa y auténticamente cristiana. La opción benedictina de Dreher es una propuesta antipolítica para burgueses que disfrazan su cobardía con los oropeles del catolicismo pompier. Decía Chesterton que los burgueses se dividen en dos grupos: los pretenciosos y los mojigatos. «Los primeros –añadía– son los que quieren entrar en sociedad; los segundos, los que quieren salir de ella y entrar en asociaciones vegetarianas, colonias socialistas y cosas por el estilo». Las opciones benedictinas se hallan, sin duda, entre esas ‘cosas por el estilo’.

 
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