Se nos avecina en los próximos años una campaña formidablemente virulenta en favor de la legalización de la eutanasia que, en puridad, sus promotores podrían ahorrarse. Pues la legalización de la eutanasia es la consecuencia inevitable del derecho a la autodeterminación consagrado por el liberalismo. El hombre endiosado por el liberalismo reivindica el pleno derecho de propiedad sobre sí mismo, el derecho a gozar y disponer de sí mismo sin cortapisas. Este derecho de autodeterminación le permite, por ejemplo, romper su familia, vaciar sus entrañas de intrusos gestantes o cambiarse de sexo según le susurre al oído su fantasía penevulvar de temporada. Y, por supuesto, le permite también expulsar de su vida el sufrimiento; o, si no puede hacerlo, expulsar del sufrimiento su vida, matándose o exigiendo que otros le maten. Para el liberalismo, la verdadera naturaleza del hombre es -citamos a Hegel- la «libertad del querer»; o sea, la voluntad soberana imponiéndose sobre la naturaleza de las cosas.
Así, el hombre autodeterminado puede dictaminar que una vida que comporta sufrimientos no es una vida «digna»; pues, según su voluntad codiciosa de bienestar, todo lo que nos aleja del placer no es «vida digna». E, inevitablemente, exigirá que el ordenamiento jurídico le garantice el «derecho» a esa «vida digna», permitiéndole deshacerse de su consorte, del hijo que crece en sus entrañas, de su pene o vulva y hasta de su misma vida, cuando no reúna las condiciones de «calidad» exigidas por su voluntad. Para el hombre autodeterminado hay, por supuesto, un «derecho a la vida», pero no una correlativa «obligación de vivir». Y allá donde los derechos no tienen obligaciones correlativas ya se ha instalado el más absoluto nihilismo filosófico, moral y jurídico.
Pero no quisiéramos convertir este artículo en una mera execración del liberalismo. Quisiéramos denunciar también la colaboración del catolicismo pompier en la progresiva aceptación social de la eutanasia a través de la doctrina llamada «personalismo», que entiende que lo constitutivo de la persona es la libertad de elección y su actividad autocreadora. De este modo, el hombre se «hace» digno actuando libremente de un modo personal, mediante obras o actos a través de los que conquista su personalidad. El personalismo no se cansa de invocar, a modo de disco rayado, la «dignidad humana» que se realiza a través de actos libres, en lugar de distinguir -como hacía la filosofía clásica- entre una dignidad «ontológica» (la que tiene cualquier ser humano por el mero hecho de ser) y una dignidad «moral» (la que el ser humano adquiere o pierde según la naturaleza de sus acciones). Pero el personalismo borró esta diferencia fundamental, fundiendo en una la dignidad ontológica del hombre con su dignidad moral y convirtiendo la libertad humana (en sí misma, independientemente del fin hacia el que se ordena) en «digna». La persona, de este modo, se convierte en un valor absoluto desde el punto de vista moral, con independencia de la naturaleza de sus acciones. Así, el personalismo católico se convirtió en el tonto útil del liberalismo, que pudo encumbrar la «dignidad de la persona humana» como fundamento de los ordenamientos jurídicos y de los programas políticos. Y así se abrió la puerta a que la eutanasia fuese calificada de «muerte digna»; pues es una muerte libremente elegida por el hombre.
Y con estos presupuestos falaces, en los que el liberalismo y el personalismo católico van juntitos de la mano, la legalización de la eutanasia será coser y cantar. Aunque, por supuesto, liberales y católicos pompier nos dirán, una vez legalizada, que se trata de una nueva aberración del «marxismo cultural».