Una vida cristiana no es el equivalente a sentirse seguro, tranquilo y asentado. Tengo un trato habitual con Dios y buena relación con mis hermanos. ¿Qué más puedo pedir? Mientras unos viven abrumados por el miedo a las incertidumbres del hoy y del mañana, yo me recreo en mis supuestas seguridades. Esto debió de pasarle a un joven de 27 años, un fraile franciscano del siglo XIII, pero que no había estado entre los primeros seguidores de Francisco y ni siquiera era italiano.

Fernando de Bulhoes nace en Lisboa y procede de familia noble. Abraza el estado religioso en la orden agustiniana y cultiva la lectura de san Agustín, san Gregorio Magno y san Bernardo, al tiempo en que profundiza en el estudio de la Biblia y el ejercicio de la lectio divina. Después, como si quisiera dejar atrás todo aquello y abrazar una vida más conforme a los orígenes del Evangelio, Fernando cambia de orden y hasta de nombre. Elige ser franciscano, impactado por el ejemplo de unos religiosos que pasaron por Portugal y alcanzaron el martirio en Marruecos, y pasa a llamarse Antonio, como el santo ermitaño de Egipto. El franciscano Antonio ha dejado de lado los estudios teológicos y se diría que su auténtica vocación es la de buscar a Dios en la soledad y regimiento. Sus impulsos de querer ser mártir en tierras musulmanas quedan luego atrás y termina en tierras italianas, arrojado a ellas por un naufragio más que por su propio deseo.

En pocos años, la vida de Antonio ha cambiado radicalmente. En tierras de la Romaña, en la gruta de Montepaolo, cerca de Forli, parece haber alcanzado una perfecta armonía: es Marta porque sirve a sus hermanos con la cocina y la limpieza; y es María porque le gusta refugiarse en la oración y la contemplación. Hasta que un día, el 23 de septiembre de 1222, el provincial de Bolonia, fray Graziano, ordena que la pequeña comunidad franciscana vaya a Forli para asistir a unas ordenaciones de franciscanos y dominicos. Antonio debe de considerar un fastidio abandonar su querido retiro, pero obedece. Sin embargo, en Forli le espera una obediencia aún más costosa: no ha acudido el predicador que iba a hablar sobre la naturaleza del sacerdocio. Ante las excusas de los sacerdotes presentes, fray Graziano se dirige a Antonio y le recuerda su condición sacerdotal. Por obediencia, el joven franciscano sube al púlpito, y tras unos comienzos inseguros y titubeantes, improvisa una homilía en la que el auditorio queda asombrado con su elocuencia y su profundo conocimiento de la Biblia.

Aquel día, la voluntad de Dios para Antonio se hace explícita. La vida oculta de su particular Nazaret ha concluido y empieza una vida pública en que una nueva Jerusalén, en la que también será signo de contradicción, le aguarda en el norte de Italia y el sur de Francia, tierras abrazadas por su predicación, donde se hace cercano a la gente y se confronta, con el testimonio vivo de su fidelidad al Evangelio, con los que cuestionan la fe católica. Nada de esto sería posible si Antonio no fuera hombre de oración. No se puede hablar de Dios sin hablar con Dios. Solo de este coloquio puede salir el anuncio gozoso de su Palabra, un anuncio que es resultado de la acción del Espíritu. Y esto no es una tarea exclusiva de sacerdotes o religiosos, pues corresponde a todos los fieles, cada uno en el sitio que Dios le ha asignado, comunicar la buena noticia. Tal y como ha dicho a menudo el Papa Francisco, el pueblo de Dios es a la vez un pueblo discípulo, porque recibe la fe, y un pueblo misionero, porque la transmite.

En Forli se ha producido un milagro, mucho más decisivo y transformador que todos los atribuidos al Antonio taumaturgo. Allí ha actuado el Espíritu Santo, pues Dios habla a través de los hechos, de las preocupaciones o de las alegrías. El impulso del Espíritu, libremente acogido, es el punto de partida para la acción, aunque esta vida activa nace de un continuo encuentro con Dios que llevar a amar y servir a los hermanos.

Ante los dones recibidos, una inclinación frecuente es considerar que todo lo debemos a nuestras propias cualidades. Dice Antonio, al respecto, en uno de sus sermones: «¿Por qué te glorías tú, que eres ceniza y polvo? ¿Por la santidad de tu vida? El Espíritu Santo es el que santifica, no el tuyo, sino el de Dios. Quizás el pueblo te alabe cuando dices una palabra oportuna; pero Dios es el que da a tu boca la sabiduría. Tu lengua no es más que pluma de ágil escribano» (Is 41, 2).

En efecto, es el Espíritu Santo el que ha llenado de sabiduría a Antonio, le ha hecho docto en la Sagrada Escritura y desde aquel memorable día en Forli, ha sacado también provecho de los aparentemente lejanos años de estudio en Portugal, con todo su bagaje de lecturas de padres de la Iglesia y autores profanos. Antonio, el predicador, es ejemplo de una sabiduría cimentada en la oración y el amor al prójimo, en el que se cumple en plenitud estas palabras de Jesús, «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12, 34).

 
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