En el tiempo pascual, un largo preludio a Pentecostés, me gusta meditar una homilía de monseñor Ángelo Roncalli, delegado apostólico en Grecia y Turquía entre 1935 y 1944, y que tuvo en Estambul el centro de su infatigable actividad, en la que dio muestras, al igual que en su destino anterior en Bulgaria, de la mansedumbre de David y de la sabiduría de Salomón. Se cumplen setenta y cinco años de aquel 28 de mayo de 1944, fiesta de Pentecostés, de la homilía en la catedral católica de Estambul, marcada por la del futuro Juan XXIII, el hombre del encuentro, en palabras del historiador Andrea Riccardi.
Esta recomendable homilía no es para presentar una efeméride histórica, una mirada a un tiempo, el de finales de la II Guerra Mundial y el de la Turquía oficialmente laica de Mustafá Kemal que hoy parecen muy lejanos. Antes bien, es un texto para tiempos complejos como los actuales y los que se avecinan, pues, como suele recordar el papa Francisco, no vivimos una época de cambios sino un cambio de época.
Aquel día de Pentecostés de 1944, monseñor Roncalli expone una realidad: la de que los discípulos de Jesús tienen las puertas cerradas de sus cenáculos por miedo, y se diría que la venida del Espíritu ha tenido muy poca repercusión. En efecto, el catolicismo, por no decir el cristianismo en su conjunto, es una religión minoritaria en Turquía. El kemalismo ha decretado, en nombre de la modernidad, la expulsión de las religiones, especialmente de la musulmana, del espacio público. De hecho, en sus Memorias, Kemal habla de que un día la humanidad abandonará el cristianismo, el Islam o el budismo, y constituirá “una religión pura, no contaminada, sencilla, comprendida por todos y de carácter universal”. No acompaña, por tanto, el ambiente, ni el del laicismo oficial, ni el de los recelos y desconfianza entre las comunidades cristianas existentes, y menos todavía el tener que vivir en un país de abrumadora mayoría musulmana.
Dadas las circunstancias, lo “razonable” sería que el creyente se refugie entre los suyos para que nadie pueda “contaminar” su fe, una actitud no muy diferente de la del siervo que ocultó su denario bajo tierra. Estas son las palabras de Roncalli: «Nos gusta distinguirnos de quienes no profesan nuestra fe: hermanos ortodoxos, protestantes, israelitas, musulmanes, creyentes o no creyentes… Parece lógico que cada uno se ocupe de sí mismo, de su tradición familiar, manteniéndose encerrado en el círculo estrecho de su propia sociedad, como los habitantes de muchas ciudades de la edad del hierro, donde cada casa era una fortaleza impenetrable, o se vivía entre bastiones y parapetos». El aislamiento engendra el miedo y la desconfianza. Al ser conscientes, y en teoría “realistas”, de ser una modesta minoría en medio de un mundo inmenso, solo se tienen con él relaciones superficiales. Esto también sucede hoy, y podemos preguntarnos dónde ha ido a parar la paz que Cristo prometió a sus seguidores. Roncalli arremete contra una actitud que corresponde a una lógica falsa, opuesta a la de Cristo que, en el evangelio, trata con judíos y gentiles, justos y pecadores. En este sentido, subraya que «Jesús ha venido a abatir estas barreras, ha muerto para proclamar la fraternidad universal; el punto central de su enseñanza es la caridad, es decir el amor que le une a todos los hombres como el primero de los hermanos, y que le une con nosotros al Padre».
Los cristianos que viven presos del miedo, los que se han empeñado en hacer suya inconscientemente la suposición de que la historia se repite y de que el recorrido del mundo se asemeja a una rueda, y no a un trazado lineal, deberían leer la homilía de monseñor Roncalli. También tendrían que leerla aquellos que parecen imitar a los fieles de Tesalónica a los que Pablo reprochaba su espera pasiva del fin del mundo (2Tes 2, 2). Hay que recordarles a todos que el día de Pentecostés supuso para la Iglesia una llamada apremiante a dar testimonio de Jesús, pero no con las propias fuerzas sino con la fuerza del Espíritu, que es lo único que puede explicar la supervivencia de la Iglesia en medio de más de veinte siglos de mares agitados, aunque también existan reconfortantes períodos de calma.
Si el «Id y enseñad a todas las gentes» (Mt 28, 19) resulta un mandato de Jesús apremiante tras Pentecostés, es porque, como recuerda Roncalli, «el Espíritu del Señor llena toda la tierra» (Sab 1, 17). Por tanto, el cristiano no puede aislarse en su casa y echar la llave, despreocupándose de los demás y de su salvación. Para algo ha enviado Jesús su Espíritu que, en la Escritura es representado en forma de paloma o de lenguas de fuego, En la homilía de Estambul, se señala: «Fuego o paloma, hay algo siempre dinámico, de movimiento, eminentemente apostólico». En el texto se exhorta también a seguir la recomendación de Pablo, el de ser el perfume de Cristo en todas partes (2 Cor 2, 15). Para ello, se precisará «el espíritu de caridad que excluye la mezquindad, la mansedumbre en el trato». Es todo un testimonio de la presencia del Espíritu Santo en el cristiano. Y si alguien nos pregunta cómo concretar todo esto, habrá que recordarle al consejo del futuro Juan XXIII en su homilía: «la parábola del buen samaritano está ahí para aclarar cualquier duda» (Lc 10, 25-37).