El luctuoso caso de Verónica, la joven que se suicidó tras propagarse entre sus compañeros de trabajo un vídeo de índole sexual que ella misma protagonizaba (y que tal vez ella misma habría contribuido a grabar y divulgar, siquiera en el círculo de sus amistades) ha servido para que el lugarcomunismo ambiental nos dé la tabarra con el machismo, el patriarcado y demás fetiches ideológicos (y crematísticos) en boga.

Por supuesto, en medio de toda esta tabarra, nadie se ha detenido a analizar el error de Verónica, que se grabó o dejó que la grabaran mientras realizaba actos que, una vez divulgados, la indujeron al suicidio. El lugarcomunismo ambiental despacha esta cuestión diciendo que Verónica era «muy libre» de grabarse o dejar que la grabaran, si así le apetecía. ¡Tan libre, desde luego, como de suicidarse! Pero quienes afirman que Verónica era «muy libre» para grabarse la están matando dos veces; pues aplaudir un acto de libertad viciada que a la postre provoca un suicidio es tanto como aplaudir el suicidio mismo. La libertad de Verónica, cuando se grabó o dejó que la grabaran en la intimidad, estaba viciada: tal vez porque alguien le instiló un gusanillo morboso que, a la postre, la esclavizaría para siempre; tal vez porque sus propias pasiones la ofuscaron. Ciertamente, la debilidad de Verónica es completamente humana, tan humana que cualquiera de nosotros podría haber hecho lo que ella entonces hizo; pero la comprensión de la debilidad humana no debe confundirse con la exaltación de una libertad viciada que no mide las consecuencias de sus actos. Por supuesto, en el fondo de esta exaltación se halla ese vitalismo desnortado que se regodea destruyendo los frenos de la libertad viciada que la Roma clásica llamaba «virtudes domésticas»: la honestidad, la templanza, el pudor, el decoro, etcétera. Durante veinte mil años, todas las civilizaciones dignas de tal nombre ensalzaron estas virtudes domésticas. Y no lo hicieron siempre (como pretende el lugarcomunismo ambiental) para oprimir a las mujeres, sino para contener los instintos más esclavizantes del ser humano, que esas mismas civilizaciones desembridaron en sus fases de decadencia. Grabar nuestros actos sexuales es convertir nuestra intimidad en pornografía; y convertir nuestra intimidad en pornografía delata que estamos dominados por pasiones morbosas y ofuscadoras.

A ello, sin duda, contribuye la hipnosis que la tecnología ejerce sobre nuestra voluntad; pues la tecnología no es un instrumento neutro en nuestras manos, sino que banaliza, abrevia y envuelve de impersonalidad nuestras decisiones morales, a la vez que anestesia nuestra conciencia. Así se explica que la tecnología haya logrado lo que no consiguieron los Estados totalitarios, en su esfuerzo por controlar «la vida de los otros» metiéndose en las alcobas con micrófonos y cámaras ocultas. En esta fase democrática de la Historia, las alcobas se abren complacidas a la tecnología, tornando por completo transparentes nuestros cuerpos y nuestras almas, hasta convertir nuestra vida en una suerte de versión placentera del célebre panóptico de Bentham: una cárcel donde los internos exhiben con gozo y excitación su intimidad, ignorando que de este modo se convierten en cautivos perpetuos de quien desea esclavizarlos y destruirlos.
  
Así le ocurrió a Verónica, cuando grabó o dejó que grabaran ese vídeo maléfico. Y, mientras no aceptemos que en esa decisión equivocada está el origen de su mal, no haremos sino poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Que es lo que pretende el lugarcomunismo ambiental que hace caja mientras nos da la tabarra con los fetiches ideológicos en boga.
 

Fuente: ABC.es

 
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