Hacía mucho tiempo que deseaba asomarme a la literatura de Rosa Arciniega (1909-1999), una escritora peruana asentada en España en los años previos a la Guerra Civil, durante los cuales desarrolló la parte medular de su obra, para después internarse en los pasadizos borrosos del olvido. Leyendo la prensa de los años treinta, o espigando entre la obra de sus contemporáneos más valiosos, me había tropezado con multitud de alabanzas a esta escritora tan poco convencional. Muchas veces, sin embargo, me ha ocurrido que los ditirambos sobre un escritor se revelan palabras vacuas, hijas de compadreo, cuando me he enfrentado con su obra. Pero en esta ocasión me he topado con una escritora extraordinaria a la que convendría rehabilitar plenamente.
 
Acabo de leer, recuperada por la editorial Espuela de Plata, su tercera novela, Mosko-Strom (1933), ambientada en un futuro que comparte algunos rasgos comunes con obras de Huxley u Orwell. Sólo que donde estos autores imaginan un futuro en donde las ideologías más protervas o los avances más ominosos de la ciencia configuran un futuro distópico, Arciniega se atreve a hablarnos desnudamente de la muerte del espíritu y de la naturaleza antihumana del progreso; o siquiera, de la forma de progreso que entonces se estaba imponiendo y hoy campea por doquier, moldeando –citamos a la autora– «almas paralíticas, hechas para rastrear, con plomo en los pies, con tapones en los oídos», «conformadas para percibir sólo el bajo instinto, el torpe apetito, la voz del bienestar animal, ignorantes de la chispa divina que llevan dentro de sí». Arciniega imagina una época «locamente lanzada al vacío de la velocidad por la velocidad misma, sin otra dirección, sin otro itinerario, sin otra meta que el brusco enriquecimiento, que la rápida consecución de la fortuna y el bienestar material por cualquier medio». Una época aciaga en que «amistades, recuerdos, familia, alegrías o tristezas, todo lo que podía constituir, en fin, el bagaje espiritual del hombre quedaba borrado, aplastado, reducido, cuando más, a una serie de leves sensaciones bajo el peso de la sola gran inquietud: el triunfo material». Una época, en fin, demasiado parecida a la nuestra.
 
Me ha impresionado muy vivamente la clarividencia de esta Rosa Arciniega que acierta a imaginar un futuro en el que el «todos los frenos morales» han sido liberados, en el que «la justicia es administrada con arreglo al resentimiento y a la envidia», en el que los «grandes intelectuales» han «soltado un monstruo» que empieza por engullir a sus propios libertadores. Y ese monstruo no es otro sino la fe idolátrica y delirante en «la redención del mundo a través del progreso», que modela «hombres sin ningún ideal, sin ninguna ambición y con la creencia absoluta de que todo ha de acabar con la muerte». Rosa Arciniega se pregunta, en algún pasaje de la novela: «¿No serían en el fondo estas rebeliones proletarias, más que una lucha contra el capitalismo, una inconsciente rebeldía contra las argollas opresoras con que el Progreso mismo iba engrilletando a los hombres todos: una rebelión natural contra aquellos inventos que, a medida que iban libertando al hombre de la rudeza de los trabajos manuales, los esclavizaban por otro lado con una esclavitud mil veces peor que la impuesta por la naturaleza al hombre primitivo?». Y se sorprende de que los hombres que han sido sometidos a esta esclavitud sin precedentes no se dediquen al robo, al asesinato y, en definitiva, a la destrucción de todo lo noble y hermoso que hallan en su derredor. Hoy nos sorprende todavía más; aunque, en honor a la verdad, cada vez son más los hombres destructivos.
 
Rosa Arciniega no deja nunca de inquietar al lector, como si supiese penetrar en el alma podrida de nuestro tiempo: «Esta prisa, esta celeridad, este precipitado ritmo de la vida actual –escribe en otro pasaje–, ¿estaba dirigido hacia una meta antevista? ¿Conducía a alguna parte? ¿Tenía algo que ver con la gran Verdad universal y eterna? La religión del Progreso, ¿era un auténtico camino ideal de la Humanidad o simplemente una definitiva desviación del pensamiento fáustico?». Rosa Arciniega sabe que la vida, cuando se queda sin espíritu, se torna horrorosamente vacía por dentro. Y que una Humanidad «convencida de que la vida acaba aquí y que si se pierde esa vida para el placer se pierde todo» está «más cerca de la bestia que del ángel».
 
Mosko-Strom ha sido, en fin, una lectura extraordinariamente interpeladora de una autora tan penetrante como llena de bondades literarias, que está pidiendo a gritos una rehabilitación que la saque de los yacimientos del olvido donde ha sido sepultada. Agradecemos mucho a Espuela de Plata su rescate.
 

Fuente: XLSemanal
 
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