La coincidencia temporal del horrendo parricidio de los niños de Godella y de una sentencia demente que condena a una madre por pegarle una bofetada a su hijo nos permite enhebrar una reflexión sobre nuestra época enferma.
 
Belloc resume todas las calamidades provocadas por el protestantismo en una, el «aislamiento del alma», que define como «una pérdida del sustento colectivo, del sano equilibrio producido por la vida comunitaria». Este veneno corrosivo que introduce el protestantismo adquirirá rango de dogma político a través del liberalismo, que con su exaltación de la libertad individual y la autodeterminación acaba destruyendo toda forma de vida comunitaria. Y, como nos enseña Aristóteles, la vida comunitaria es constitutiva de la naturaleza humana; y, destruida esa forma de vida, los seres humanos no pueden subsistir sino como pies o manos desgajados de su cuerpo, a los que no resta otro destino sino pudrirse. La sociedad liberal, al sustituir los vínculos naturales entre los hombres por vínculos puramente contractualistas creó una forma de coexistencia horrenda, una sórdida «disociedad» por mera agregación de individuos que se soportan a duras penas, en virtud de un «contrato social», pero que han roto todos los vínculos que los hacían fuertes. En esta «disociedad» se produce, inevitablemente, una hipertrofia del «yo» que, desligado tanto de su Principio trascendente como del bien común de la polis, rompe amarras con la tradición. Así se generan personas cada vez más solipsistas y autistas que acaban cultivando hábitos estrafalarios, proyectando hacia fuera las construcciones mentales más pintorescas o aberrantes, hasta que su unidad psíquica se quiebra. Pues el desarraigo siempre acaba engendrando monstruos. Y como, entretanto, la comunidad ha desaparecido, ni siquiera existen las formas naturales de control que antaño permitían detectar a los monstruos.
 
Pero, allá donde se ha impuesto la «disociedad» liberal, todas las formas de vida están admitidas; y ni siquiera las conductas más estrafalarias y aberrantes (como las de esos parricidas de Godella) pueden ser censuradas, si no atentan contra la libertad individual de sus vecinos. Pues, mientras la autoridad en una sociedad tradicional se encargaba de garantizar el bien común, la autoridad en la «disociedad» liberal se encarga exclusivamente de asegurar el bien privado de los individuos. Así, el Estado liberal acaba introduciéndose en la conciencia de las personas; y, para asegurar que las libertades individuales no son coartadas, favorece el aislamiento de las almas (exaltando la lucha de sexos, minando la patria potestad, postulando la flexibilidad sexual, etcétera). Así, mientras la autoridad política tradicional refuerza la inclinación natural del hombre a la vida comunitaria, el Estado liberal se pone al servicio de la desestructuración social, de la ruptura de los vínculos comunitarios y familiares, con la excusa de satisfacer las necesidades privadas de aquellos a quienes somete a su molde embrutecedor. Pero, para reprimir la naturaleza comunitaria del hombre, el Estado liberal necesita dotarse de instrumentos coercitivos cada vez más invasivos, que le permitan incluso castigar a una madre por pegarle una bofetada a su hijo levantisco.
 
Así, el Estado liberal, convertido en una pavorosa máquina totalitaria, a la vez que destruye los mecanismos de defensa comunitaria que antaño permitían la detección de tarados como los parricidas de Godella, castiga a los padres que hacen un uso legítimo de su patria potestad. Es lo que ocurre cuando se produce «una pérdida del sustento colectivo, del sano equilibrio producido por la vida comunitaria».
 

Fuente: ABC

 
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