El amor convierte el cansancio en descanso y lo difícil en fácil.
Estamos ya a fines de año, con muchos logros alcanzados pero en la recta final llena de tareas, cierres, exámenes o evaluaciones, y todo eso nos hace sentir cierto agobio, como si tratáramos de conseguir en un mes lo que no hemos conseguido en casi un año. Ese cansancio hace que estemos de peor humor, nos sintamos más impacientes y de que los ánimos estén más encendidos. Y por eso, aunque sea triste, vemos que se dispara la violencia como respuesta a dificultades o situaciones complicadas. No sólo pasa en Chile, de muchos otros países llegan noticias de la misma índole. Y ante eso, uno se pregunta muchas cosas. Muchas. Algunas hechas en general pero otras aplicadas a mi vida, a mi persona.
¡Qué importante es no perder el norte en esos momentos! No dejarse llevar por primeras impresiones que aparentemente dejan sin sentido tantas situaciones. Pues al final es el sentido de la vida, de mi vida y de la tuya la que se puede poner en duda. Es bueno hacerse esa pregunta de vez en cuando, sobre todo en momentos claves o críticos de la vida, porque sin un para qué no estaríamos dispuestos a ningún cómo ni, por lo tanto, a hacer nada. Algunas de nuestras metas valen sólo para ciertos procesos o instantes, pero hay otras, aunque sean pocas, que no debieran perderse del horizonte vital.
Hace poco me contaba una joven alumna que a veces se planteaba esas preguntas a las que le costaba encontrar respuestas. Le animé a no dejar esa búsqueda, de la que depende su proyecto de vida y, por lo tanto, su sentido; pero además le di una pista, válida no sólo para ella sino en sí misma. Una pista que unos días después se vio confirmada en una conversación con un grupo de jóvenes. Comentaron que les llamaron la atención dos frases, una de Luther King: “Si el hombre no ha descubierto nada por lo que morir, no es digno de vivir” (1963) y otra de Santo Tomás de Aquino: “Siempre que se trate de hacer el bien, el hombre debe hacer cuanto esté de su parte” (Suma Teológica, II-IIa, q. 33, a. 2, ad 1). Si profundizamos en su significado se hace más nítida la pista clave: la verdad es que todos buscamos y hacemos el bien, no sólo porque sea bueno en sí mismo, sino porque nos permite retribuirlo a aquellos a los que amamos, precisamente porque les amamos. El valor del amor perdura y da sentido permanente a todo lo que hacemos y a lo que sucede.
Cuando no hay amor, a uno mismo, a los demás y a Dios, se desdibuja todo lo que hacemos y además se corre el riesgo de caer en el odio, la indiferencia o la violencia. Nos lo enseñó con su vida, sus palabras y su herencia El que se hizo carne de la virgen maría, y cuyo nacimiento estamos a punto de celebrar. “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único”. Por eso contemplar la vida de Cristo es ponerse en disposición de aprender esta lección del amor. Y la estamos aprendido cada día, cada hora.
Los santos son quienes mejor aprendieron esa lección de vida. Por citar a dos: también el maestro de Aquino enseña que el fin último, la bienaventuranza eterna, consiste en conocer y amar a Dios, y por eso a quien la espera “no le parece difícil ninguna cosa en orden a ella” (Ibid, q. 17, a. 2, ad. 3), pues el amor convierte el cansancio en descanso y lo difícil en fácil. No porque desaparezcan el cansancio o la dificultad, sino porque adquieren sentido a la luz de ese amor, como tan bien dijo San Juan de la Cruz: “el amor hace descanso el trabajo”.
Y dado que la vida eterna se prepara ya en esta, ¿qué mejor que orientar todo lo que hacemos a ese amor, amándonos de verdad a nosotros mismos y a los demás, para amar así a Dios en sus criaturas? A Dios no lo vemos cara a cara en esta vida, pero sí a sus criaturas, especialmente las personas, creadas a su imagen y semejanza. Por su amor merece la pena dar la vida y ahí es donde adquiere real sentido. Esa es la pista, que, por lo demás, es la clave de la felicidad, personal y común.