Acabamos de leer La trampa de la diversidad (Ediciones Akal), un lúcido ensayo que ha provocado gran polémica en ámbitos intelectuales izquierdistas. Su autor, Daniel Bernabé, sostiene que las llamadas ‘políticas de la diversidad’, que con tanto ardor defiende la izquierda, constituyen en realidad una artimaña del neoliberalismo para «fragmentar la identidad de la clase trabajadora». Es la misma tesis que hemos sostenido en infinidad de artículos desde hace años, citando a pensadores tan ilustres como Pasolini o Hobsbawn (a los que, misteriosamente, Bernabé no cita).
 
Como Bernabé señala en algún pasaje de su libro, «si todos somos una suma inacabable de especificidades, entonces no puede haber un nosotros». El posmodernismo habría sido, a juicio de Bernabé, el clima cultural que ha favorecido esta lacra: «Sin horizonte al que dirigirnos ni pasado del que aprender, sin posibilidad de afirmar lo cierto o lo falso, sin espacio para los conceptos válidos universales», el neocapitalismo habría podido realizar más fácilmente una serie de transformaciones económicas –desindustrialización, deslocalización, externalización, etcétera– que favorecieron la atomización laboral. Ciertamente, es mucho más sencillo desarrollar una conciencia de explotación laboral en el obrero que trabaja en una fábrica junto con otros cinco mil obreros que en el falso autónomo que reparte pizzas a domicilio en bici, requerido por una aplicación para teléfonos móviles. Y, a la vez, es mucho más sencillo encauzar la insatisfacción de este falso autónomo hacia reivindicaciones que lo hagan sentirse ‘distinto’, permitiéndole huir de su grimoso horizonte laboral. Con inteligencia ladina, a este falso autónomo se le puede infundir una ‘identidad aspiracional’ que lo haga sentirse orgulloso de ser homosexual, animalista y (risum teneatis) de clase media, en contraposición al trabajador de la fábrica, al que se caracterizará como heteropatriarcal, taurino y de clase baja. Esta capacidad del neocapitalismo para instilar ‘identidades aspiracionales’ entre los trabajadores más explotados, evitando que se organicen, supo aprovecharla, por ejemplo, Margaret Thatcher, que –como nos recuerda Bernabé– no tuvo empacho en mostrarse favorable a la despenalización de la homosexualidad o el aborto, a cambio de desactivar la acción colectiva de los trabajadores y de reducir a fosfatina conquistas laborales logradas en décadas anteriores.
 
Con la ayuda lacayuna de una izquierda traidora, el neocapitalismo ha logrado convertir a la clase trabajadora en un archipiélago de ‘consumidores de singularidades’ entre las que ocupan un lugar preponderante las ‘opciones sexuales’ y las ‘identidades de género’. Por supuesto, Bernabé no defiende que tales grupos no deban disfrutar de derechos civiles; pero advierte que la exaltación de la diferencia es la mejor coartada para los gobiernos rehenes de la plutocracia, que así pueden posar de progresistas ante la galería. Y no se le escapa tampoco a Bernabé que este mercado de la diversidad, como siempre ocurre entre los productos que compiten, provoca fricciones y contradicciones cada vez más ásperas entre las distintas identidades: así ha ocurrido recientemente, por ejemplo, con los llamados ‘vientres de alquiler’, que han enfrentado a feministas y homosexuales. Y, entretanto, nadie clama contra los recortes salariales.
 
Especialmente sagaz se muestra Daniel Bernabé cuando denuncia que esta traición de la izquierda ha dado alas a las nuevas derechas, más o menos extremistas o alternativas, que se benefician de la fragmentación ocasionada por las políticas de la diversidad, apelando a los perdedores de la globalización, a la vez que pueden azuzar los miedos de cada grupo nacido de esta fragmentación, adaptando su mensaje a sus particularidades. El encono con que algunos capitostes izquierdistas han descalificado La trampa de la diversidad nos prueba que su autor ha acertado a meter el dedo en la llaga, aunque sólo sea someramente. Así, por ejemplo, Bernabé no se atreve a recordar que estas ‘políticas de la diversidad’ son opíparamente subvencionadas por organismos públicos y privados; y que el ardor con que son defendidas desde la izquierda traidora es directamente proporcional a la cantidad de dinero que tales organismos invierten en ellas. Tampoco se atreve Bernabé a penetrar en la razón última por la que el capitalismo fomenta estas políticas de la diversidad, utilizando a la izquierda como su perro caniche. Pero para atreverse a dilucidar esa razón última hay que aceptar primero –como nos enseñaban lo mismo Proudhon que Donoso Cortés– que detrás de toda cuestión política subyace un problema teológico.
 

Fuente: XLSemanal

 
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