Somos hijos de nuestra época, ciertamente, y queda patente en las manifestaciones culturales a las que nos adherimos, en la manera de vestir, de desplazarse o de emplear el tiempo libre. Pero esa raíz nuestra que se hunde en un momento histórico concreto también llega a niveles más profundos y estables, al vincularnos al núcleo de nuestra naturaleza humana, que por esencia permanece la misma, aunque sea susceptible de sufrir cambios accidentales.
Si aplicamos lo anterior, nos percatamos de que muchos de los temas que se debaten en la esfera pública y social son hijos de la época. Uno de ellos es el tan debatido “feminismo”. Es actual, aunque lo lleva siendo desde hace décadas, y en estos momentos ha alcanzado un especial interés porque se presenta como bandera de lucha de varios grupos sociales y hasta se ha convertido en un tema “políticamente correcto”. No podemos dejarlo de lado, pues somos hijos de nuestra época. Sin embargo, no podemos olvidar que también tiene raíces más profundas que nos pueden permitir una mirada más sólida y con criterios para discernir las reivindicaciones que responden a lo que realmente somos de las que son sólo fruto del capricho o de la moda del momento.
Efectivamente, la raíz de lo que somos nos recuerda que la persona humana es por naturaleza la obra más perfecta de la creación sensible, precisamente por poseer naturaleza racional. Recuerda santo Tomás de Aquino que La huella de Dios está presente en todos los seres, pero de manera especial en los “racionales, [que] de un modo especial tienen por fin a Dios, al que pueden alcanzar obrando, conociendo y amando” (Suma Teológica, Ia, q. 65, a. 2, in c). El ser capaces de abrirnos al mundo a través de la inteligencia, los afectos espirituales y de la respuesta libre ante él, nos coloca en una posición privilegiada y nos otorga una responsabilidad coherente con lo anterior. Dicho en términos bíblicos: somos imagen y semejanza de Dios, pues “Tanto en el hombre como en la mujer se encuentra la imagen de Dios en lo esencial, esto es, en cuanto a la naturaleza intelectual” (Ibid, q. 93, a. 4, ad. 1). Al compartir la misma naturaleza, hombre y mujer poseemos la misma dignidad o valor y, consecuentemente, la misma finalidad: la de llegar a amar a Dios y al prójimo a través del máximo despliegue de nuestras potencias.
Precisamente si atendemos a ese despliegue, aparece una faceta muy bella, la del diverso aporte que tanto mujer como varón hacen para el logro de sus metas y de la humanidad. Iguales en dignidad y en metas, pero diferentes en nuestra forma de ser –debido a causas tanto corpóreas como espirituales-, el aporte de la mujer es distinto del aporte del varón, y precisamente por eso, estamos llamados a la complementariedad y al enriquecimiento mutuo, nunca a la oposición o al enfrentamiento. Esto no sólo en la creación de vínculos y comunidades familiares, tan fundamentales para el ser humano, sino en todo ámbito (laboral, social, comunicacional...). De ahí que una comprensión que postule como punto de partida el enfrentamiento radical entre ambos no responde a lo que realmente somos sino a ideologías contrarias al designio divino.
La igualdad que brota de lo que somos no depende de la época en que vivamos, y por eso siempre es legítimo su reconocimiento y el trabajo que a veces implica su logro, sea en esta o en otras épocas. Si por feminismo se entiende una comprensión acorde con esta igual dignidad, compartida por varón y mujer, y considera a ambos colaboradores en la construcción de la historia, sí hunde sus raíces en lo que somos. Sin embargo, si plantea un enfrentamiento de raíz con vencedores y vencidos, a costa, incluso, de anular las diferencias complementarias entre ambos, entonces se aleja de los que somos por naturaleza.
Iguales pero diferentes: vivirlo y reconocerlo así sigue siendo un desafío, pero ojalá con los pies en la tierra: no desde el enfrentamiento sino desde la complementariedad.