1. Tiene muchos más católicos fuera de ella que dentro, personas que se definen como católicas, pero que viven alejadas, mucho o poco, de toda la práctica y de la vida eclesial. Nuestra Iglesia no asume en un grado suficiente el mandato de Jesús: “id a todos los pueblos y hacedlos discípulos míos” (Mt28,19). Y aquí la palabra clave es el “id”, el salir de la zona de confort, y como Pablo en Atenas hablar con las gentes en la plaza y el espacio público. Nuestro acto instintivo ha de ser el del pastor del que nos habla Jesús, que corre a buscar a su oveja perdida, y con más ahínco todavía porque no es una la perdida, sino a gran parte del rebaño. Nuestra Iglesia vive mayoritariamente en su zona de confort, cada vez más reducida pero confortable. Cierto que hay personas, grupos, que sí que “van” a las gentes, pero su citación, los resplandores que fulguran, constatan que son excepción y no regla.
  2. La desunión, esa sí, regla más que la unión, y es difícil observar des de fuera -y desde dentro- que lo que distingue nuestras relaciones es el amor mutuo, (San Juan 15, 9-17) como Jesús nos mandó. ¿Cómo vamos a ser testimonios de su verdad con tanta incapacidad para unirnos? Una desunión, además, mortecina, que ya no es fruto de grandes debates teológicos, sino de confundir la faceta del brillante con el valor del conjunto, que es la Iglesia. Cada faceta tallada, parte, grupo, movimiento, parroquia, vive demasiado auto referenciada, sin voluntad de proponerse objetivos compartidos concretos, tangibles que aborden la realidad. Hay, eso sí, discurso. Siempre hay un discurso a pesar de que Jesús nos advirtió sobre el riesgo del exceso de la palabra. Mucho discurso y escasa acción compartida, poca unidad surgida del amor mutuo.
  3. No quiere asumir que es contracultural en relación con la actual sociedad. Los marcos de referencia que establecen las ideas hegemónicas dentro de los cuales la gente casi sin saberlo forma su opinión, pensado que es genuinamente propia, cuando es un implante mental, y los juicios y actuaciones a los que dan lugar generan una concepción del mundo contraria al marco de referencia cristiano. No hablo de las personas de las que precisamente reclamo una más grande atención, sino de las ideas, los discursos, la opinión publicada, las leyes, especialmente las leyes, hablo de lo que se enseña en escuelas y universidades, de lo oficial, de lo hegemónico. Ante todo ello, la Iglesia encarna la contracultura. No hay lugar para las afirmaciones fundamentales del cristianismo ni para su forma de vida, los deseos de las personas están lejos de los que conducen a Dios, es decir, de la vía de la santificación y la gracia. No asumir esa realidad incurre en el riesgo de confundirse cada vez más con este mundo. Hay más, es un rechazo completo a nuestro legado cultural, a sus fuentes, que son las de la cultura occidental.
  4. En realidad, doctrina social en mano, la Iglesia sabe, como lo saben otros muchos razonadores independientes, que la democracia necesita de unos actores que ella misma es incapaz de educar a causa de la cultura que ha generado, porque carece de la capacidad necesaria, lo que redunda en una opinión pública que no entiende la política, que participa masivamente a través de las redes en un aluvión de información y desinformación, y que está llamada a pronunciarse sobre cuestiones que se suceden a una velocidad endiablada, sin capacidad para asignar la importancia real de cada suceso. El resultado está a la vista. Es la emergencia del populismo de calle o de guante blanco, el nacionalismo de la exclusión o el dictado de la tecnocracia. No es posible la democracia sin apelar a recursos de filosofía moral y prácticas, las virtudes previas a ellas. Pero estos recursos están fragmentados y la ética de la virtud olvidada.  La democracia liberal ha vivido de las rentas del pasado, es decir, del hombre menguante educado en un sistema de valores y virtudes pre liberal, que todavía era cristiano, que vivía como dice Péguy en el pecado cristiano. Ya no es así, y aquella mentalidad no ha tenido continuidad, y por eso ahora quienes todavía la detentan son ya una minoría, bajo una mayoría que ha dado lugar, como dice Daniel Innerarity, a una “democracia de incompetentes”. Todo eso nuestra Iglesia lo sabe mejor que nadie, pero ¿qué hace con esta sabiduría?, ¿esconderla?, ¿dudar de ella? ¿O la está ofreciendo alto y fuerte a toda la sociedad? Todavía algunos creen- son relictos del pasado- que la Iglesia ha de correr tras el mundo en lugar de promover que el mundo la siga a ella. Con humildad, sí, y con decisión.
  5. La evidencia es que hoy más que nunca debe esmerarse en seguir la metodología de Jesús de enseñar a sus apóstoles y discípulos a como vivir la vida necesaria para poder proclamar la verdad cristiana, olvidando de paso a uno de sus intelectuales más citados y de mayor éxito mundano, Santo Tomás de Aquino. ¿La Iglesia no prepara a sus dirigentes y maestros, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos en los fundamentos y prácticas necesarias relacionados con los fines que propone, sabe cómo dirigirse con claridad, sencillez convicción, autoridad y emoción al pueblo feligrés? ¿No ha trivializado el papel del maestro, despojándolo de santidad y trascendencia, y a “intelectualizado” la tradición popular o ha dejado que los poderes públicos se apoderen de la celebración apartándolas de su sentido de relación y glorificación de Dios? ¿Se ha aplanado a la fuerza del poder? No lo afirmo, pero sí lo pregunto, me lo pregunto.
  6.  

 
Fuente:
Forum Libertas

 
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