Al Papa, en Puerto Maldonado, donde se reunía con la Amazonía, se le veía especialmente feliz y responsable, unido por completo a aquellas gentes indígenas, a aquellos pueblos, a aquellas tierras, que no son «tierra de nadie», sino de María que los protege como Madre que es. Fue un día emocionante, radiante: para quienes tuvimos el don de estar allí fue inolvidable, una verdadera gracia del cielo. Estar allí, precisamente con el Papa, y, con el Papa, con aquellas gentes tan cercanas a pesar de la distancia y del desconocimiento que de ellas se tiene y del olvido por parte de nuestro mundo.
 
 El Papa, como dijo, había «deseado este encuentro». Estaba lleno de agradecimiento porque la presencia de estos pueblos con los que se encontraba le ayudaba al Papa «a ver más de cerca, en sus rostros, el reflejo de esta tierra. Un rostro plural de una variedad infinita y de una riqueza biológica, cultural y espiritual. Quienes no habitamos estas tierras necesitamos de vuestra sabiduría y conocimiento para poder adentrarnos sin destruir el tesoro que encierra esta región. Permítanme una vez más decir: ¡Alabado seas, Señor, por esta obra maravillosa de tus pueblos amazónicos y por toda la biodiversidad que estas tierras envuelven!».
 
Esto es «predicar y dar trigo», como dice el refrán español, porque en el Papa Francisco se cumple cuanto él nos dice en su encíclica sobre la «ecología integral». Y por eso mismo, a continuación, añadirá: «Este canto de alabanza se entrecorta cuando escuchamos y vemos las hondas heridas que llevan consigo la Amazonia y sus pueblos. Y he querido venir a visitarlos y escucharlos, para estar juntos en el corazón de la Iglesia, unirnos a sus desafíos y con ustedes reafirmar una opción sincera por la defensa de la vida, defensa de la tierra y defensa de las culturas».
 
Cuando escuchaba esto en directo se me abrían las entrañas, no sólo porque me unía por completo a las palabras del Papa y me solidarizaba con aquellas tierras, sino además porque me sentía interpelado en lo hondo contemplando lo que nos acaece aquí en Occidente. ¡Cuánto necesitamos de estas tres defensas en el Occidente en que vivimos, y cuántas heridas se están infligiendo también en Occidente, no sólo allí, a la vida, a la tierra, a las culturas!
 
 Sonaban como un aldabonazo que denuncia con fuerza y sacude el ánimo de nuestro Occidente, cuando añadía Francisco: «Probablemente los pueblos originarios amazónicos nunca hayan estado tan amenazados en sus territorios como lo están ahora. La Amazonia es tierra disputada desde varios frentes: por una parte, el neo-extractivismo y la fuerte impresión por grandes intereses económicos que dirigen su avidez sobre el petróleo, gas, madera, oro, monocultivos agroindustriales. Por otra parte, la amenaza contra sus territorios también viene de la perversión de ciertas políticas que promueven la conservación de la naturaleza sin tener en cuenta al ser humano y, en concreto, a ustedes, hermanos amazónicos, que habitan en ellas. Sabemos de movimientos que, en nombre de conservación de la selva, acaparan grandes extensiones de bosques y negocian con ellas generando situaciones de opresión a los pueblos originarios para quienes, de este modo, el territorio y los recursos naturales que hay en ellos se vuelven inaccesibles. Esta problemática provoca asfixia a sus pueblos y migración de las nuevas generaciones ante la falta de alternativas locales. Hemos de romper con el paradigma histórico que considera la Amazonia como una despensa inagotable de los Estados sin tener en cuenta a sus habitantes».
 
Palabras más claras, y denuncia más tajante y justa, imposible. Esto sí que es abogar por un nuevo Orden Mundial, el que ya señalara en su encíclica sobre la «ecología integral »: tener en cuenta al hombre, respetar al hombre, el hombre en el centro de todo desarrollo. Francisco no sólo denuncia severa, libre y proféticamente, sino que además abre caminos concretos y horizontes posibles y reales, ofrece y propone pistas, y se compromete. Así, añadía seguidamente: «Considero imprescindible realizar esfuerzos para generar espacios institucionales de respeto, reconocimiento y diálogo con los pueblos nativos; asumiendo y rescatando la cultura, lengua, tradiciones, derechos y espiritualidad que les son propias. Un diálogo intercultural en el cual ustedes sean los ‘‘principales interlocutores, sobre todo a la hora de avanzar en grandes proyectos que afecten a sus espacios’’», como ya señala en su Encíclica sobre la “ecología integral”. El reconocimiento y el diálogo será el mejor camino «para transformar las históricas relaciones marcadas por la exclusión y la discriminación».
 
Esto, sin duda, reclama un cambio de actitudes por parte, sobre todo, nuestra, de los países y de las gentes que no son ni viven allí, aprendiendo de las actitudes de los propios nativos, como dijo Francisco: «Ustedes son considerados –por parte de los de nuestra civilización, diría– un obstáculo o un ‘‘estorbo’’; en verdad, con sus vidas son un grito a la conciencia de un estilo de vida que no logra dimensionar los costes del mismo. Ustedes son memoria viva de la misión que Dios nos ha encomendado a todos: cuidar la casa común. La defensa de la tierra no tiene otra finalidad que no sea la defensa de la vida. Sabemos del sufrimiento que algunos de ustedes padecen por los derrames de hidrocarburos que amenazan seriamente la vida de sus familias y contamina su medio natural. Paralelamente, existe otra devastación de la vida que viene acarreada con esta contaminación ambiental propiciada por la minería ilegal. Me refiero a la trata de personas: la mano de obra esclava o el abuso sexual. La violencia contra las adolescentes y contra las mujeres es un clamor que llega al cielo».
 
Y citando su propia exhortación apostólica Evangelii Gaudium, afirma con fuerza: «Siempre me angustió la situación de las que son objeto de las diversas formas de trata de personas. Quisiera que se escuchara el grito de Dios, preguntándonos a todos: ‘¿Dónde está tu hermano?’ (Gn. 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? No nos hagamos los distraídos. Hay mucha complicidad. La pregunta es para todos».
 
Y para todos es este grito y este clamor que nos llega de aquellas tierras, y de otras partes. De manera especial es para quienes formamos la Iglesia, para la Iglesia, que «nunca dejará de clamar por los descartados y por los que sufren. De esta preocupación surge la opción primordial por la vida de los más indefensos» y la defensa «de los más vulnerables». Francisco predica y da trigo, y se dirige a todos y a todos nos llama: «Quien quiera oír, que oiga».


Fuente: La Razón

 
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