Si algo tenían claro los antiguos es que no hay convivencia posible allí donde triunfa la discordia. Lo cual, naturalmente, no significa que no pueda haber discrepancias en las cuestiones que afectan a la vida pública; pero cuando se comparten unas premisas las discrepancias pueden dirimirse tan apasionadamente como se quiera, porque la concordia no se quiebra. Exactamente lo contrario ocurre en nuestra época, que pretende una forma de convivencia imposible, fundada en la discordia permanente, en una demogresca perpetua que encizaña a las gentes hasta extenuarlas. De este agotamiento sacan su fortaleza los demagogos que las pastorean, que pueden permitirse el lujo de no apasionarse nunca, haciendo de la convivencia una coexistencia hórrida.
Y allí donde prevalece la discordia, allá donde la contradicción es constante, allá donde no hay caridad ni comprensión, es natural que acabe enseñoreándose el odio. Y que acaben brotando todas sus flores pútridas: las malquerencias, las animadversiones, las escisiones y los separatismos; y, en fin, todos aquellos males que San Pablo enumeraba a los corintios: contiendas, envidias, difamaciones, pleitos, animosidades, disputas, murmuraciones y sediciones. Como todos los pensadores clásicos, San Pablo temía más que nada los efectos destructivos de la discordia, que es la nota más distintiva de la presencia diabólica (no en vano diablo significa ‘el que divide’) y tiene su origen último en el orgullo. Es el orgullo el que rompe los vínculos de hermandad entre los hombres; es el orgullo el que nos impide comprender al prójimo en sus virtudes y en sus deficiencias; es el orgullo el que nos empuja a romper la comunidad del bien y a buscar un bien egoísta fundado en maniqueísmos de la peor calaña. Es el orgullo, en fin, el que nos encierra, una vez divididos, en la tribu, en la secta, en la capillita, en la pandilla mezquina y ombliguista (a veces disfrazadas con la máscara de una parodia de fraternidad, como ocurre por ejemplo en las llamadas ‘redes sociales’).
Nuestra época está dominada por el espíritu de la discordia en todos los órdenes: desde la plaga del divorcio al auge de los separatismos, no hay realidad social que no encontremos encizañada. Y todo esfuerzo por restaurar la concordia se hace cada vez más inviable o quimérico, como si un viento de hostilidad hubiese invadido las almas de nuestros contemporáneos. Pero ¿cómo es posible volver a sembrar la concordia allí donde ya nada sólido ni perdurable nos une? ¿Cómo es posible superar esta coexistencia hórrida allá donde no hay creencias comunes, donde no hay tradiciones compartidas, donde no hay alegrías y dolores mancomunados, donde no hay aspiraciones unánimes? ¿Cómo es posible recomponer una verdadera convivencia allá donde la fortaleza de quienes nos gobiernan se alimenta de nuestra división, donde los negociados de izquierdas y derechas estimulan y jalean los enfrentamientos entre sus respectivos adeptos (que, de este modo, no reparan en la unidad de fines que anima a sus líderes)?
¿Cómo es posible restaurar la amistad allí donde la envidia ha sido elevada a la condición de virtud cívica, disfrazada de ansias de igualdad? ¿Cómo es posible, en fin, recomponer los añicos de nuestra convivencia allá donde los envidiosos, los resentidos, los fracasados, los mediocres son encumbrados como ejemplos de civismo?
Hay un vínculo misterioso (preternatural) entre discordia y mediocridad que no se ha estudiado suficientemente. El hombre mediocre cobija siempre un resentimiento sordo contra el talento del prójimo (que es, en último término, resentimiento contra Dios); y para disimularlo desarrolla un talento negativo y turbio para la insidia, la intriga y la demolición. Al mediocre lo mueve la pasión del nivelamiento; decapitar al que sobresale es el rito central de su farsa democrática. Y para lograr ese nivelamiento, para anular a los mejor dotados, no hay mejor instrumento que revolver a los peor dotados, endiosándolos y a la vez enviscándolos malsanamente, para que sean incapaces de reconocer al hombre de genio y en cambio encumbren al mediocre, que es el que más se les parece y además condesciende a sus caprichos.
Santa Teresa nos advertía que los hombres más perniciosos y los más enconados enemigos, los más mezquinos sembradores de cizaña son siempre los mediocres («medioletrados», los llamaba ella). Y, en efecto, allá donde prospera la discordia, allá donde triunfan los recelos y las suspicacias, hay siempre un mediocre. Lo jodido es cuando los mediocres se juntan, cuando se crea y encumbra un auténtico funcionariado de la mediocridad, como ocurre en nuestra época.
Fuente: XLSemanal