En estas semanas de ingreso hospitalario —maravillosamente atendido en la Clínica de la Universidad de Navarra— he podido sentir con fuerza en varios momentos —y de forma del todo novedosa para mí— el pánico al dolor. Es verdad que a lo largo de los años y con motivo de diversas intervenciones médicas he padecido en ocasiones sufrimientos de cierta entidad. Queda en mi memoria el insoportable dolor de una piedra en el riñón hace un par de años, que finalmente hubo de ser reducida con litotricia.

 

Pero ahora he experimentado algo nuevo, que es el miedo solitario al dolor físico prolongado, que no va a ser aliviado realmente con los medios ordinarios habituales que se administran en los hospitales. Me llama la atención porque sé que hay abundantes fármacos que anulan de raíz la percepción del dolor, pero a la vez hay una enorme resistencia de la clase médica para administrarlos.

 

Sin duda, los hospitales no son los sitios más adecuados para dormir, pero me parece que es, sobre todo, una cuestión de empatía con el paciente. Al profesor Francisco Ponz —que falleció hace ahora un año tras cumplir los 101— le escuché varias veces una frase que él aprendió de san Josemaría Escrivá: «El dolor cuando puede quitarse se quita y, cuando no se puede, se ofrece a Dios».

 

El dolor físico no tiene valor terapéutico. Merece la pena revisar las pautas, incrementar las dosis, cambiar los medicamentos, para evitar ese dolor que tanto deteriora el corazón de los enfermos (y a veces a algunos les lleva a justificar la eutanasia). El cuidado paliativo no puede ser solo terminal; hay que aplicarlo a todos los niveles.

 

Recuerdo bien cómo se transformó radicalmente la experiencia de la colonoscopia —entonces terrible— cuando dejó de aplicarse en vivo y pasó a hacerse con anestesia. Algo semejante cabría hacer con todos los procesos médicos que hacen sufrir innecesariamente al paciente: el dolor en algunos casos puede tener valor diagnóstico, pero en los demás, si se puede quitar, hay que eliminarlo. Las noches en los hospitales se hacen larguísimas cuando el dolor impide que llegue el sueño a los ojos del paciente. De la misma manera que una gotera por la noche puede resonar en nuestro cerebro tan estruendosamente como un tambor, el panorama de unas horas nocturnas sin poder dormir desasosiegan muchas veces el alma.

 

En todo caso, me parece cuanto menos muy poco empático que a un adulto que a las 4:00 h. de la mañana pide si pueden darle algo para ayudarle a dormir las tres horas que quedan de noche, la enfermera —probablemente ya muy cansada— le recomiende contar ovejitas, por el peligro de que, si le administra algún fármaco, esté adormilado a la mañana siguiente. Venía a mi memoria Betty, la cuidadora de mi anciano padre, que, cuando se encontraba ante esa situación, le daba un vasito de Oporto que mi padre agradecía mucho. Al día siguiente, mi padre decía: «Betty es muy inteligente». Se había sentido apoyado en su soledad y quizás incluso el vaso de Oporto había aliviado algo sus dolores.

 

Bajo estas anécdotas hay una contraposición de dos concepciones de la práctica médica: la superespecializada que tantísimos bienes nos ha traído —en mi caso el eficacísimo cambio de válvula mitral— y la generalista más tradicional que busca, por así decir, el bienestar más global del paciente. Como en tantas ocasiones, lo ideal es una integración de ambos enfoques.

 

Por supuesto, son distintos el cuidado —que con tanta profesionalidad y eficacia desarrollan de ordinario enfermeras y médicos— del acompañamiento, que muchas veces corre a cargo de familiares, aunque ya en muchas familias ese cuidado tiene que ser confiado a instituciones.

 

Los norteamericanos suelen invocar su fórmula tradicional del «no pain, no gain», no hay ganancia sin dolor, pero hoy en día sabemos que esto no es así: el desarrollo de nuevos potentes fármacos en las últimas décadas permite que en la mayor parte de los casos el dolor pueda eliminarse. Ahora bien, es preciso todavía transformar el sistema sanitario para evitar el dolor inútil.

 

La Cruz de Jesús —«no hay dolor como su dolor»— que preside nuestras iglesias y tantos monumentos podría ayudarnos a descubrir el verdadero sentido del dolor. No es un castigo del Cielo; es una ayuda para encontrar a Jesús.

 

 

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