A nadie se le escapa que el modo de vida que se nos propone en el Evangelio es difícil en cualquier época, pero imposible en ninguna. En efecto, no creemos que los contemporáneos de Jesús, al escuchar que ya habían cometido adulterio al mirar con deseo a la mujer del prójimo, reaccionasen con agrado; tampoco que aplaudiesen cuando Jesús les negó la posibilidad de repudio.

Jesús, por otra parte, nos advirtió que Cielo y Tierra pasarían, pero no sus palabras; y la Iglesia, que es la depositaria de tales palabras, no tiene otra misión sino garantizar su permanencia.

No podemos olvidar, sin embargo, que la situación que hoy atravesamos los cristianos tal vez no admita parangón con ninguna otra, por la sencilla razón de que las anteriores que se parecieron a esta eran épocas paganas y no apóstatas; y no es lo mismo andar a tientas porque no se encuentra la luz que cerrar los ojos para no verla.

El asedio al que hoy se ve sometida la familia cristiana es mayor que en ninguna otra época porque hay leyes fraguadas para lograr su disolución y, sobre todo, porque la apostasía ha empapado casi por completo el tejido social. A los cristianos asediados por un clima adverso hay que ayudarlos en la tribulación, cuando sus matrimonios se rompen y sus familias son dispersadas o corrompidas por la propaganda ambiental. Y, a su vez, los cristianos deben ser cada vez más conscientes de las obligaciones que asumen al casarse y formar una familia.
Pero las plagas del divorcio, la anticoncepción, el aborto y las aberraciones sexuales permanecen ahí, presentadas por la propaganda ambiental como bienes gozosos. Para proteger a la familia, se suele esgrimir que es una institución precedente a la comunidad política, argumento que se comprende porque hay en él una finalidad táctica de defensa del orden natural frente a los ataques de ordenamientos jurídicos anticristianos.

Pero lo cierto es que la comunidad política es una sociedad tan natural como la propia familia (recordemos que Aristóteles definía al ser humano como “animal político”), coexistente con la sociedad familiar y ordenada a garantizar su existencia. Pero, ¿qué ocurre cuando la comunidad política se desnaturaliza y promueve la extinción de la familia, o su degeneración? Pues ocurre lo que estamos viendo: que, ante el asedio, cada vez hay más defecciones; y también, que los pocos que perseveran son mirados como friquis indeseables por el común de la sociedad corrompida.

Por eso consideramos que cualquier intento de defender la institución familiar no puede limitarse a exhortar a los cristianos a perseverar, porque la perseverancia en un medio adverso conduce con frecuencia a la melancolía; ni siquiera a un acompañamiento misericordioso, porque el “acompañamiento” de la propaganda apóstata será siempre mayor.

Además de perseverancia y acompañamiento, hay que brindar protección política a la familia; pues el ser humano, en efecto, es un “animal político”, y pretender que la familia trate de sobrevivir en medio de estructuras políticas que anhelan su destrucción acabará siendo una pretensión inhumana.

Fuente: Misión

 
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