«Fui forastero y me acogiste». Son palabras que, como el resto del capítulo veinticinco de San Mateo, siempre nos interpelan con una fuerza provocadora que nos llama a la conversión. Hoy nos interpelan todavía más aún ante la emergencia que plantea los últimos días la avalancha a Europa de refugiados, de perseguidos, de hermanos nuestros que miran a nuestros países como la solución a sus inmensos problemas de hambre, de carencia de lo mínimo necesario para vivir con sus familias con cierta decencia en los países de origen, de falta de libertad a la que se ven sometidos en sus tierras que tienen que abandonar, e incluso de terribles persecuciones a causa de su fe. Las escenas que nos llegan, las situaciones que vemos o que adivinamos son tremendas, terribles, y golpean nuestras conciencias. Se ha convertido en nuestros días en preocupación preponderante de los Estados que, en justicia, se ven interpelados y urgidos a buscar soluciones y a proceder adecuadamente, con justicia, sin que traiga consecuencias imprevisibles para los propios países. Una situación dramática que nos hace pensar y no cruzarnos de brazos.

Ante este fenómeno tan generalizado y masivo de la emigración, con motivaciones tan diversas y complejas, de proporciones tan gigantescas, de dramaticidad tan intensa y de urgencia tan grave, moviéndose tantos cientos y cientos de miles, en gran parte personas muy pobres y necesitadas de todo, que lo arriesgan todo a la desesperada, de un lugar a otro buscando casa, pan, libertad, condiciones más dignas para sí y para la familia, las palabras del Señor cobran una fuerza todavía mayor y llaman a la conciencia de la Iglesia, a la conciencia de cada uno y a la de la sociedad en su conjunto.

Siempre hubo migraciones. Son un motor de la historia. Aunque ahora los movimientos migratorios de estos días, que tanto han alarmado a Occidente, sobre todo Europa, tienen unas características nuevas y presentan una problemática muy propia, variopinta y compleja, cargada de hondo dramatismo y de profundas repercusiones.

Lo primero que esta realidad reclama de todos y reclama particularmente de la Iglesia es el sentirnos al lado de los emigrantes, como si del Señor se tratara, ya que con ellos se identifica y cuya amargura Él también tuvo que soportar en los primeros años de su vida terrena, y que ahora soporta en ellos mismos: algo, y mucho, todo, hay que hacer por ellos. Aceptarlos y acogerlos cordialmente para que se sientan reconocidos en toda su dignidad de hermanos, sentirnos solidarios de veras con los que sufren en su carne los efectos de la marginación y de la pobreza a la que, con frecuencia y por desgracia, se ven impelidos tantos y tantos emigrantes que vienen de otros países buscando otras condiciones de vida, simplemente vivir. Ofrecerles hospitalidad, ser hospitalarios de verdad, sin exclusiones o posturas discriminatorias.

Nosotros los cristianos, llamados a vivir de toda palabra que sale de la boca de Dios, no podemos dejar de escuchar, acoger y cumplir aquellas palabras que recoge la Sagrada Escritura: «Si un emigrante se instala en vuestra tierra no le molestaréis: será para vosotros como un nativo más y lo amarás como a ti mismo, pues también vosotros fuisteis emigrantes en Egipto» (Lev 19, 33). Y en otro pasaje: “Recuerda que fuiste esclavo en Egipto y que el Señor tu Dios te rescató de allí; por eso te mando que procedas así” (Deut 24, 17). Es un mandato de Dios el proceder de este modo con los inmigrantes. Un mandato que nos lleva a nuestra actuación personal y a reclamar y posibilitar que así sean tratados por la sociedad a través de las leyes pertinentes. No podemos ser pusilánimes, ni acobardarnos, tampoco perder la cabeza y dejarnos llevar solo por sentimientos. Toda prudencia es poca, pero toda libertad y confianza en Dios, que nos grita a través del clamor desesperado de sus hijos más pobres y desgraciados, la necesitamos sin olvidar que la caridad no tiene límites. Es verdad que, de inmediato, surgen sentimientos de indignación y tristeza, no exentos de vergüenza, acompañados de compasión y movidos a la solidaridad; pero esto no basta y no arregla nada o poquísimo. Es necesario asumir los sentimientos de Dios y actuar.

En este domingo en que escribo esta carta leo la Palabra de Dios que nos dice en esta situación precisa: «Decid a los cobardes de corazón, “sed fuertes, no temáis; mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará”». «No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso al favoritismo… ¿acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?». Y favoritismo sería: primero los nuestros, después lo que podamos. Dios no admite acepciones; ha elegido a los pobres del mundo: es claro y determinante. ¿A qué esperamos? Nos falta confianza ante la promesa de Dios a los que le aman, y no hay otra manera de amarle que amando, dando, sirviendo a los pobres que sufren, sobre cuyo amor nos juzgará al final de nuestros días. No podemos permanecer indiferentes ante este hecho de tan grandes magnitudes en nuestro tiempo. Nada verdaderamente humano puede dejar indiferente al seguidor de Jesucristo. Y uno de los tres o cuatro asuntos en que se juega el destino del hombre sobre la tierra en los próximos decenios es este que nos interpela como una verdadera emergencia mundial. La emigración es un derecho que no se puede negar. Hay que reaccionar ante este hecho, mostrar sensibilidad especial hacia él. Habrá que darle sus cauces, innegablemente; reclamar muchas reformas y cambios en la sociedad mundial y favorecer en los países de origen nuevas condiciones de vida; habrá que posibilitar un nuevo orden internacional justo y humano; los países receptores de emigrantes habrán de cumplir con el deber de ordenar la inmigración para evitar conflictos y evitar que, en un plano no lejano, pierdan su identidad y su unidad. En todo caso es necesario que las legislaciones sean generosas y equitativas, promotoras de la justicia y la paz y atentas a la solidaridad real y efectiva. ¿Qué se hace en los países de origen y con los países de origen? ¿Cuáles son las motivaciones y las causas que están produciendo esta catástrofe mundial? ¿Quiénes están dentro y detrás de estos movimientos que no son casuales? ¿Cuál es, aunque sea una pregunta políticamente incorrecta, el juego de, digamos, el autollamado «Estado islámico», el yihadismo u otros movimientos que favorecen esta situación tan dramática? ¿Qué se espera que sea del futuro de Europa, de los países europeos, dentro de pocos años? Hemos de ser lúcidos y prudentes, que no significa, en modo alguno, desatender ya y sin más demora a nuestros hermanos que nos llegan y que claman y gritan buscando justamente una situación distinta a la que están soportando, sufriendo con gran dolor en su origen. No podemos pasar de largo y dar un rodeo con comentarios que señalan culpables o dan soluciones para los que tienen el poder de los pueblos. Habrá que actuar sin ponerse nerviosos, pero actuar; habrá que actuar colaborando con los poderes públicos, con los Estados y gobiernos que correspondan, pero actuar sin más dilaciones y paliar esta situación hasta que se encuentren soluciones globales y verdaderas; habrá que actuar denunciando, pero la denuncia sola no soluciona las cosas, hay que atender a los que nos llegan sabiendo que aquí los vamos a recibir como hermanos: «Obras quiere el Señor», diría santa Teresa de Jesús. Para eso hay que reconocer que no estamos preparados: que no tenemos la suficiente fe, ni somos capaces de mayor caridad, heroica caridad, ni de mayor misericordia y nos coge sin saber qué hacer y cómo hacer: pero hay que hacer algo.

Nuestra comunidad eclesial, la Iglesia que está en Valencia, la diócesis de Valencia, como cuando en la multiplicación de los panes aquel chico con cinco panes y dos peces –poco, muy poco para lo que se necesitaba– puso todo a disposición del Señor, así también ahora cuanto tenemos y pueda ayudar está puesto en manos de los que nos llegan, con el debido discernimiento, para ayudarles: pisos, viviendas, locales, ropas, alimentos, ayudas económicas, servicios jurídicos…, todos y todo para ayudar, con valentía, firmeza, decisión, confianza. Por eso ruego a los organismos de Cáritas, a la Delegación de Migraciones, a las instituciones, a las congregaciones de vida consagrada, a las parroquias…, a todos, que nos movilicemos, y hagamos posible el gran milagro que en estos momentos necesitamos en el mundo, en Europa y en España. Para eso es urgentísimo avivar nuestra fe en Dios: y ahí tenemos la oración.

Sepan quienes están en la responsabilidad pública y política en nuestros pueblos y ciudades, Comunidad Autonómica y responsables estatales, que nos tienen a su disposición, dispuestos a colaborar, y buscar soluciones conjuntas justas, sin olvidar que esta realidad tan dolorosa no puede oscurecer la lucidez necesaria para salvaguardar nuestra patria común, que tiene unas raíces que hacen posible esta acogida: las raíces cristinas, que son de caridad, justicia y misericordia. Si desaparecen estas raíces todo se vendrá abajo. Me permito añadir que no podemos olvidar que esta emergencia es una llamada a la comunidad internacional, a un nuevo orden justo, y una exigencia de reciprocidad, sobre todo, en países del área cultural y religiosa con suficientes medios de la que nos llegan estos hermanos nuestros.

Que todo el pueblo cristiano eleve súplicas confiadas al Padre común para que se encuentren caminos de solución a las dolorosas e injustas situaciones por las que pasan tantos hermanos nuestros, que, por razones diversas, han tenido que abandonar sus familias, su patria, sus tierras, buscando condiciones de vida humana más dignas. Introdúzcanse preces en la oración de los fieles por esta intención. Convóquense vigilias y encuentros de oración y adoración. No endurezcamos nuestro corazón: «En casa hay sitio para un hermano más».


 
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