Llegué muy tarde en la noche.

Siempre los viajes de regreso son eternos. No importa la cantidad de kilómetros, la necesidad de llegar es tan enorme que pareciera que el transporte no avanza y las horas duermen en vez de despertarse y correr. Todas las emociones juntas se agolpan en el corazón que se infla hasta más no poder. Alegrías, angustias, miedos, ansiedades, y también sueños.
 
Cuando las noches están claras y limpias, con una luna de plata colgando de lo alto como un medallón brilloso del cuello del cielo, cuento postes, cuento casitas de campos, cuento pueblos. Cuento lo que puedo o lo que veo.

Si las noches están envueltas en un manto de neblinas y el vientre de los campos apenas se vislumbra en la inmensidad, entonces cuento poco afuera, pero cuento las bolitas del rosario que siempre llevo conmigo. Ese rosario de colores indefinidos, ahumado y con el Cristo sin brazos. El rosario que  cuando Yaco era chiquito jugando lo dejó así, roto como los cristos vivientes que cada día nos rodean y no queremos mirar. 
 
Llegué y la casa dormía. Dormía el sueño de los ángeles, en armonía, solamente rota por algún ronquido de algún ocupante. Solo el Barbu y el Nero, los dos perritos marcas PP -perro perro- de Yaco me hicieron un poco de fiesta.
 
Me dispuse a ir a encontrarme conmigo en mi cama, que cada vez con los años extraño más y pensé en miles que -pobrecitos- deben migrar atenazados por el horror, dejándolo todo, también sus camas, que tienen un significado especial. No es difícil comer en otra mesa, en otro plato, ​otra comida, pero la cama tiene un sentido que tiene que ver con la seguridad, con la protección, cuando estamos en un total estado de indefensión: "dormidos". Esa sensación de apego a la cama debemos traerla en los genes y en la cultura, de cuando vivíamos en las cavernas, y cuando quizás nos cazaban los otros animales a nosotros, y aprovechaban que dormíamos, es decir no podíamos defendernos. Sigo pensando que tiene que ver con la sobrevivencia humana en contextos de vulnerabilidad.
 
Antes de acostarme decidí poner la pava y arreciar con unos mates. Pasé cerca de la heladera -mi casa es pequeña es decir siempre se pasa cerca de la heladera- y vi un cartel inmenso "Vienbenida Ma, te compré una torta esta en la eladera".

Adivinaron quien me lo escribió ¿verdad ? 

Me sonreí para mis adentros, y recordé las largas conversaciones con mi hijo Yaco acerca de la ortografía, y de su postura errada: "Yo no entiendo a los adultos que la complican tanto, usan distintas letras que suenan igual y ponen la H que no dice nada, ¿por qué nos complican más en un mundo que es tan complicado?"

Nunca llegamos a un acuerdo en esta discusión, y es una maratón sin destino, donde él opta por escribir como le parece "si total las letras suenan igual ¿por qué va a estar mal?"
 
​Abrí la heladera y la torta con chocolate y toneladas de crema ​me estaba esperando, hasta parecía que me guiñaba un ojo. Con el agua a punto y el mate con yuyitos y una porción doble me dispuse a estar conmigo misma. Eso sí al mate le puse edulcorante.
 
Dejé el cartel en la heladera, y un pedacito de mí abrochada al cartel.

Un pedacito de mí que se queda ahí cada vez que me voy y antes de dar el primer paso fuera de la casa, pienso para mis adentros que tengo que volver a juntar ese pedacito de mi cuando entro. 

La vida es tan simple que de tan simple nos esforzamos en complicarla como dice Yaco....
 
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