En diversas ocasiones hemos señalado la importancia que las nuevas formas de tiranía conceden a los ‘derechos de bragueta’ como instrumento de dominación de los pueblos. Se trata de una idea antipática, que suele provocar grandes berrinches entre los zoquetes; así que insistiremos en ella. No se trata, desde luego, de una idea original nuestra, sino que la han sostenido muchos hombres clarividentes. Aldous Huxley, por ejemplo, la formula muy sucintamente en el prólogo de Un mundo feliz: «A medida que la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar. Y el tirano hará bien en favorecer esta libertad. En colaboración con la libertad de soñar despiertos bajo la influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su destino».

 

Para consolidar su tiranía (y para que resulte placentera a sus súbditos), los tiranos necesitan gentes sin vínculos duraderos, inmersas en una fluidez erótica plurimorfa que las incapacite para las grandes misiones. Inevitablemente, los derechos de bragueta se han convertido en el ‘soma’ que garantiza la alienación de las masas, actuando sobre ellas como un aliviadero de sus frustraciones. Las personas que viven absortas en los caprichos de su entrepierna carecen de fuerzas para cambiar las estructuras opresoras (que, además, ni siquiera perciben como tales) y se conforman con trabajos peor remunerados, con una vivienda más menesterosa, con formas de vida más cutres o indignas. Además, esas personas tenderán en la medida de lo posible a sublimar («romantizar», dicen ahora) tales formas de vida cutres o indignas, para convencerse de que son parias por elección propia, o porque desean salvar el planeta, con tal de que se les suministre cada día su ración de pornografía gratuita, su escaparate de carne fácil en Tinder, sus abortos y sus hormonas a cargo del erario público. La liberación de la sexualidad procura, además, una sensación de ‘deseo satisfecho’ muy gratificante; y así, mientras cambiamos de pareja o de sexo, mientras nos hormonamos o desprendemos de nuestro hijo gestante nos sentimos emancipados y con una sensación de exultante euforia. Por supuesto, se trata de una sensación que pronto se disipa, dejando en su hueco una resaca de hastío y depresión; pero para combatir estos efectos secundarios las tiranías modernas tienen sus remedios químicos lenitivos o expeditivos, según convenga al caso.

 

A través de un suministro constante de derechos de bragueta, los tiranos de nuestro tiempo tratan de crear una sociedad hecha papilla, formada por personas más solas y desvinculadas que nunca. Y para lograr esa sociedad hecha papilla, la sexualidad tiene que recibir un tratamiento jurídico privilegiado que la encumbre como si fuera la más alta expresión de la creatividad humana, algo así como una nueva forma de mística o de genial manifestación artística. Así se explica, por ejemplo, que el Derecho penal, que se distingue por la precisión con que define las conductas a las que luego asigna una pena o sanción (lo que en la técnica jurídica llamamos ‘tipo’), cuando llega a los delitos sexuales cambia por completo su modus operandi, de tal modo que una conducta sexual puede considerarse la mayor aberración concebible o la práctica más inocua y hasta simpática dependiendo tan sólo de que haya mediado consentimiento. Es decir, el Derecho penal, que se destaca por emplear descripciones objetivas y precisas de las conductas que considera delitos, se convierte de repente, cuando tiene que definir los delitos sexuales, en un protector del subjetivismo más despepitado. Así, una persona puede ser sancionada por lanzar un piropo a una mujer, si no media consentimiento; y ser exonerada por verter cera ardiente en los genitales de esa misma mujer, si media consentimiento.

 

Ocurre esto porque la ‘libertad sexual’ es la piedra angular de la nueva tiranía. Esto también se percibe, por ejemplo, en la capacidad omnímoda que la tiranía concede a sus súbditos para ‘autopercibir’ su género; capacidad que no les concede para ‘autopercibir’ su edad o su complexión. De las personas que dicen estar gordas estando delgadas o que se consideran jóvenes cuando ya han alcanzado la vejez decimos que padecen trastornos cognitivos; pero cuando una mujer se ‘autopercibe’ hombre o viceversa, la realidad entera tiene que rendirse a su ‘autopercepción’. Y es que, para las nuevas formas de tiranía, el espejismo de glorificación personal, tan euforizante como efímero, que produce la libertad sexual debe ser satisfecho, protegido, mimado y agasajado hasta el extremo; porque ese agasajo es –permítasenos volver a Huxley– el ‘soma’ que garantiza la dominación.

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