En una sociedad robotizada, apurada​ y despersonalizada, escribir lo que una siente o piensa o sueña, es como poner el alma en remojo. Hacer un stop y animarse a decir algo sin temor al ridículo. También para quienes leen.

No hay temor más ridículo que el temor de hacer el ridículo.

Cuando piso Córdoba después de cada viaje, en esos momentos donde las lágrimas me hacen agua los sentimientos y el mundo se reduce a la necesidad desesperante de llegar a casita, "​él me espera"​. Quizás varios me esperan, pero él siempre se ubica primero en la fila para que vea que está ahí, esperándome.​

¡Cómo no ver su sonrisa que levanta el corazón a cuarenta grados, ​aunque esté nublado!

Me espera con algo rico, aunque sea lo único que tenga en la heladera, además de unas botellitas de agua, para disimular la ausencia del resto. Me espera con alguna anécdota como para entretenerme un rato y que lo mire a él, que lo escuche en medio de tanto.​

Me espera con su mejor pantalón, un jeans roto que pide jubilación. Y con alguna camisa que se planchó solito, con la plancha de oferta que una vez de casualidad vio mi mamá y decidió regalarme pensando que me hacía feliz. ​¡Qué haríamos en esta vida sin las madres que ven las ofertas​!

Me espera con  el pelito color miel peinado a la gomina o a la lamida para que vea que esta prolijo de tantas prolijidades.

Me espera con los cordones de las zapa hechos veinte nudos -que después demora horas en desatar- para que los cordones no arrastren al paso, ​juntando las posibilidades del piso sean cual fueran.

Me espera con lo que tiene o lo que puede con sus once años. Once añitos, primero eran tres, después cuatro y así hasta llegar a hoy. Nunca quiso que viajara, jamás. A menos que lo llevara. Con el correr de los años no siempre lo puedo llevar:​ la escuela, su vida de niño, su mundo. D​ebería poder tener una niñez con la cual levantarse, jugar y acostarse. No siempre puedo ​llevarlo ​adónde voy.

Entonces unos días antes de partir, se me acerca con una seriedad que enluta. Siempre lleva a cabo el mismo rito. Se acerca con un listadito de nombres y me pide que lo guarde y no lo vaya a perder por nada. Es la gente que va recolectando y le pide rosarios.
 
El repartidor de rosarios. Un niño de once años repartidor de rosarios. Y​aco, el Repartidor de Rosarios,​ que siembra esperanzas ahí donde el dolor hace huecos, y no deja sanar el corazón.

Yaco, el Repartidor de Rosarios que me manda mensajes con quien puede, y como puede para que no me olvide de ir al Chinito que los tiene más baratos. Y que no me olvide de pedirle al Papa, los del Papa son especiales para aquellos quienes la enfermedad, la muerte de un ser querido o cualquier otra tragedia los está devorando.

Recuerdo que una vez, tan apurada pronuncié la frase… "fíjate bien a quién se los das porque nunca nos alcanzan". Me miró hondo, tan hondo que sentí que me traspasaba con la mirada y me dijo: "Mirá vos si le vamos a negar un rosario a alguien, a mi no me da la cara ni el corazón".

Le pedí disculpas y me puse a reflexionar que si este mundo estuviera gobernado por los niños, no estaría como está. 

Todos traemos rosarios para Yaco, en cada viaje, cientos de rosarios que van adonde los están esperando, necesitando, anhelando. Todos vamos al Chinito -como lo bautizó él- y le pedimos rosarios "con la cara de Francisco", como le dijo Yaco la vez que fue: "Por favor, 120 rosarios que tengan la cara de mi amigo Francisco".
 
Y los rosarios nunca alcanzan​, es  decir hasta el próximo viaje. ¿Qué bueno que los rosarios no alcanzan verdad? Es decir que esta humanidad nuestra sigue rezando el rosario:  

"Dios te salve María,...."

 
 
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