Al comenzar mis vacaciones de verano en lo alto del Pirineo de Huesca, en la frontera con Francia, decidí desconectar por completo de la prensa —tanto online como en papel— y de la televisión. Por ahora lo he cumplido y me parece que he ganado más tranquilidad de espíritu. En estas semanas que preceden a las elecciones generales en España —que tendrán lugar el domingo 23 de julio— el griterío en los medios de comunicación se hace a menudo insoportable. Algunos dicen que hay un enorme «ruido mediático», pero sobre todo lo que hay es un lamentable espectáculo en el que los políticos de partidos opuestos se cruzan insultos, gritos y descalificaciones.
De forma semejante, en las últimas décadas el fútbol se ha potenciado enormemente a escala internacional como un gran espectáculo. Lo que está comenzando a ocurrir con la política parece algo similar. Basta ver cómo los incidentes que suceden en la campaña para elegir al presidente de los Estados Unidos ocupan ya un notable espacio en nuestros medios de comunicación, aunque las elecciones vayan a tener lugar dentro de 16 meses y probablemente su resultado, sea cual sea, en poco va realmente a afectarnos. Se trata simplemente de un entretenimiento que llena los noticiarios y los medios de comunicación y sirve para distraernos de otros problemas quizá más graves.
Viene ahora a mi memoria una carta publicada en el periódico La Vanguardia de Barcelona hace varios años, suscrita por alguien de un país del sureste asiático con un régimen dictatorial. El autor de aquella carta era un gran admirador de Messi y para él —decía en la carta— verle jugar al fútbol era el único espacio de libertad del que podía disfrutar en su pobre país, oprimido por una penosa dictadura. Me impactó aquella carta porque decía algo muy profundo sobre los seres humanos: necesitamos espacios de libertad en los que podamos disfrutar, ya que no podemos estar siempre agobiados por los problemas que nos afligen. Por esto, que el fútbol sea un espectáculo y que arrastre a millones de espectadores y mueva muchísimo dinero resulta, en cierto sentido, algo connatural, ya que en última instancia el fútbol es un juego: siempre está abierto a la novedad y a la incertidumbre, ¡cuántas veces el equipo que parece más débil derrota al más potente! Probablemente, esta espectacularización del fútbol —que hace posible que muchos millones de espectadores disfruten en un mismo partido— ha hecho un gran bien a la sociedad e incluso a escala global ha unido más al mundo.
Sin embargo, pienso que no debería ocurrir esto mismo con la política: la organización de la sociedad no es un juego. En una sociedad democrática la legítima competencia entre los diversos partidos políticos para llegar al ejercicio del poder ha de estar sometida a reglas y a árbitros —como lo están los partidos de fútbol en las competiciones deportivas—, pero deben ponerse todos los medios para que la confrontación no degenere en un combate a campo abierto en el que la mentira, el insulto y el desprecio se consideren instrumentos válidos.
En estos días de vacaciones he podido leer el hermoso libro de Rafael Tomás Caldera «El poder y la justicia. Para jóvenes políticos» (Caracas, 2023). Me impresionaba la clarividencia de este pensador venezolano: «Quien confunde la política con una técnica de dominio para obtener ciertos resultados, no es extraño que ceda a la tentación de extender el ámbito y la duración del ejercicio del poder, la tentación totalitaria» (p. 18). Los gobernantes autoritarios —véase el caso de Corea del Norte, China, Rusia, Nicaragua o tantos otros— suelen montar todo un aparato espectacular —impresionantes desfiles, aclamaciones multitudinarias, exaltaciones nacionalistas— para enmascarar el dominio que ejercen sobre la población. Quienes vivimos en sociedades más genuinamente democráticas debemos advertir que la espectacularización de la política y el consiguiente control de los medios de comunicación son las vías para que una democracia degenere en tiranía.