Purujosa, un municipio de tan solo 38 habitantes en las faldas del Moncayo, figura en el libro Guinness de los Récords por ser el pueblo más pequeño del mundo con semáforo.
Sin embargo, ese no es su único distintivo. Desde hace diez años, lejos del revuelo mediático, acoge a Francisco Barrionuevo, un sacerdote que vive en silencio, oración, soledad y penitencia en la ermita de la Virgen de Constantín.
“El sitio es pequeño para tanta gente -se disculpó padre Francisco-, pero el corazón de la Virgen es muy grande y cabemos todos”. Un espacio discreto, escondido en la montaña bajo una imponente pared rocosa, que fue testigo de un sí perpetuo a la vida eremítica. Porque, como apuntó monseñor Hernández Sola en la homilía, “Francisco se ofrece a Dios para vivir siempre la perfección evangélica en la oración, en la contemplación y mediante los votos de pobreza, castidad y obediencia”.
Puerta abierta en la montaña
Un montañero, un amigo, un curioso… La puerta de su “cueva” está siempre abierta para aportar una palabra de luz, aunque él se reste importancia: “Soy un pobre torpe. Hago lo que puedo”. Con esa humildad ha cautivado tanto al pueblo, que acaba de ser nombrado hijo adoptivo de Purujosa.
“Desde el primer momento me he sentido acogido como hermano entre hermanos, recibiendo muestras de cariño y comprensión por mi estilo de vida”, apunta Francisco, reafirmándose en el compromiso adquirido: “Toda vocación es un don para la Iglesia y una llamada al servicio para su edificación y misión. Yo así trato de vivirlo desde la soledad y el silencio cotidiano, con el objetivo de amar más a Cristo”.
Cruz, misterio que ilumina
No es casual, por tanto, que el sí definitivo tuviera lugar en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, como recalca monseñor Hernández: “Francisco hace de la cruz misterio que ilumina e inspira su sacerdocio en la soledad del desierto. Ha decidido ponerse como María y Juan a los pies de la cruz, para adorar y gozar en la contemplación de esa locura de amor”.
Una respuesta radical que le ha llevado a adoptar un singular estilo de vida y a construir –con el apoyo de los vecinos– la “Estrella de la mañana”, una casa de retiro que facilita el encuentro sin antenas móviles a su alrededor.
La vida de un ermitaño posee un valor extraordinario, pues es un signo elocuente de amor a Dios. De ahí que san Juan Pablo II afirmara que los religiosos y religiosas de vida contemplativa son “el tesoro de la Iglesia”, su mayor riqueza, sin olvidar a los pobres y enfermos.
Francisco da fe de ello, con sus sandalias, junto al pueblo que ostenta ya una Luz mayor que la de su único semáforo.
Fuente: Semanario Iglesia en Aragón. Archidiócesis de Zaragosa