Nuestro verdadero legado: la energía que dejamos atrás
Hace varios años, en un momento en que las noticias nacionales estaban muy centradas en un sonado caso de acoso sexual, pregunté a tres compañeras: «¿Qué puede considerarse acoso sexual? ¿Cuál es la línea que no se debe cruzar? ¿Qué comportamiento es inocente y cuál constituye acoso?». Me respondieron lo siguiente. No se trata tanto de una cuestión de una línea clara, un determinado comentario o comportamiento que vaya demasiado lejos. Más bien, sabemos lo que es inocente y lo que no lo es. Podemos leer la energía que subyace al comportamiento. Sabemos cuándo es acoso y cuándo no.
No me cabe duda de que en la mayoría de los casos esto es cierto. Todos tenemos un radar interior muy perceptivo. Sentimos y leemos de forma natural la energía de una habitación: tensión, tranquilidad, celos, afirmación, inocencia, agresión. Esto se ve ya en los niños muy pequeños, incluso en los bebés, que pueden sentir la tranquilidad o la tensión en una habitación.
Es interesante que el gran místico carmelita Juan de la Cruz se base en esta noción cuando escribe sobre el discernimiento en la dirección espiritual. ¿Cómo discernir, se pregunta, si una persona está en una auténtica noche oscura del alma (algo saludable) o si está triste y abatida por una depresión emocional o por un mal comportamiento moral? Juan elabora una serie de criterios para discernirlo, pero en última instancia todos se reducen a leer la energía que irradia la persona. ¿Aporta oxígeno a la habitación o lo absorbe? ¿Te deprime mientras le escuchas? Si es así, entonces su problema no es espiritual ni saludable. Las personas que se encuentran en una auténtica noche oscura del alma, independientemente de su lucha interior personal, aportan energía positiva a una habitación y te dejan inspirado en lugar de deprimido.
Mi propósito al compartir esto no es que nos volvamos más críticos y empecemos a juzgar a los demás intentando leer conscientemente la energía que irradian. (Ya lo hacemos inconscientemente.) Lo que quiero resaltar más bien, como un reto, es que cada uno de nosotros nos examinemos más conscientemente a nosotros mismos con respecto a la energía que estamos trayendo a una habitación y dejando atrás.
Cada uno de nosotros debe preguntarse con valentía: ¿qué energía aporto a una habitación? ¿Qué energía aporto a la mesa familiar? ¿A una reunión comunitaria? ¿A aquellos con los que hablo de política y religión? ¿A mis colegas y compañeros de trabajo? ¿A los círculos sociales en los que me muevo? Y más profundamente, como padre o como anciano, ¿qué energía aporto habitualmente a mis hijos y a los jóvenes? Como alguien que enseña o ejerce el ministerio, ¿qué energía irradio cuando intento guiar a los demás?
Es una pregunta fundamental. ¿Qué energía estoy trayendo habitualmente a una habitación y dejando atrás? ¿Frustración? ¿Ira? ¿Caos? ¿Celos? ¿Paranoia? ¿Amargura? ¿Depresión? ¿Inestabilidad? ¿O estoy trayendo y dejando algo de estabilidad, algo de cordura, algo de alegría en el corazón, algo de energía que bendice en lugar de maldecir a los demás? En última instancia, ¿qué estoy dejando atrás?
Cuando Jesús pronuncia su discurso de despedida en el Evangelio de Juan, nos dice que es mejor para nosotros que se vaya porque, de lo contrario, no podremos recibir su espíritu; y que su espíritu, su último regalo para nosotros, es el regalo de la paz. Aquí hay que señalar dos cosas: en primer lugar, que los discípulos no pudieron recibir plenamente lo que Jesús les daba hasta que se hubo marchado; y en segundo lugar, que en última instancia su verdadero regalo para ellos, su verdadero legado, fue la paz que les dejó.
Lo que puede parecer extraño a primera vista es que sus discípulos sólo pudieran inhalar plenamente su energía después de que él se hubiera ido y les hubiera dejado su espíritu. Lo mismo ocurre con cada uno de nosotros. Sólo cuando salimos de una habitación, la energía que dejamos atrás es más clara. Así, es después de morir cuando la energía que hemos dejado constituirá nuestro verdadero legado. Si vivimos en la ira y la amargura, en los celos y la falta de voluntad para afirmar a los demás, y si nuestras vidas siembran el caos y la inestabilidad, eso será lo que finalmente dejemos atrás y siempre formará parte de nuestro legado. Por el contrario, si somos dignos de confianza y vivimos desinteresadamente, moralmente, en paz con los demás, aportando cordura y afirmación a una habitación, entonces, como Jesús, dejaremos un regalo de paz. Ese será nuestro legado, el oxígeno que dejemos en el planeta cuando nos hayamos ido.
Y no se trata de quién puede iluminar mejor una sala con humor y bromas, por muy buenas que éstas sean. Se trata más bien de saber quién tiene la suficiente integridad personal para aportar confianza y estabilidad a una sala.
En vista de todo ello, es bueno preguntarse: cuando entro en una habitación, ¿estoy aportando oxígeno o lo estoy succionando?