La verdad de la belleza
Durante el mes de junio he estado tres semanas de vacaciones en una hermosa casa del Maresme catalán, rodeada de un espléndido jardín. Me ha encantado poder disfrutar de la naturaleza una vez más: árboles inmensos, arriates de vistosas flores, pájaros cantores, sol, nubes y brisa que mece las hojas. A mí, la belleza del entorno natural me habla siempre de la verdad.
También me ha encantado leer en el último número de la revista «Nuestro Tiempo» la excelente entrevista que Victoria De Julián ha hecho a la profesora estadounidense Yuriko Saito. Copio la última pregunta y la sabia respuesta de la experta de origen japonés, que me deja pensando: «Por último, ¿qué es la belleza?»
Yuriko Saito
«Esa es una gran pregunta -responde Saito-. No quiero ser muy relativista, pero no pienso que sea una propiedad de los objetos. En última instancia, se necesita de alguien que se relacione con ese algo bello. La belleza se crea. Más bien, se crea de forma colaborativa. Es algo... es luz. Ilumina el mundo como un faro. Sí, la belleza es una luz que hace que la vida merezca la pena».
Es así. La luz que Saito menciona es la verdad de la belleza. Ya la tradición escolástica había acuñado en una frase redonda esta idea platónica de la belleza como resplandor de la verdad: «Pulchritudo splendor veritatis» («La belleza es el esplendor de la verdad»). La belleza es espléndida, resplandeciente, porque es verdadera ilumina el mundo y llena de luz nuestros ojos, a veces incluso hasta deslumbrarnos. A mí, en no pocas ocasiones la belleza me conmueve hasta las lágrimas.
En estas últimas semanas he escuchado con alguna frecuencia la grabación del final de la sinfonía nº 2 «Resurrección» de Mahler, bajo la impresionante dirección de Gustavo Dudamel, en los BBC Proms del año 2011. Es tanta la emoción que suscita la maravillosa ejecución de esta impresionante sinfonía que buena parte del público llora mientras aplaude al final con entusiasmo; hasta la magnífica mezzo-soprano Anna Larsson no puede disimular sus lágrimas.
La fealdad, por el contrario, es opaca, oscura, terca, asquerosa. Viene a mi memoria ahora una afirmación de Sánchez Ferlosio que en su día me impresionó: «No despreciéis el poder de la fealdad, porque es la puerta de la estupidez y esta lo es a su vez de la maldad». En mi cabeza, fealdad y suciedad vienen a ser casi lo mismo. Yo procuro alejarme siempre de la suciedad y por tanto de la estupidez y de la malicia: la fealdad viene a ser como el nombre de todo aquello que no quiero en mi vida. En cambio, lo que me atrae de las personas es la belleza de su alma, la limpieza de su corazón, la luz de su inteligencia, la fuerza de su cariño, el calor de su amistad. También esos rasgos me hacen llorar a veces.
No son pocos los que piensan que la belleza es una puerta para descubrir a Dios; por así decir, la belleza abre nuestro espíritu a algo que está más allá de la naturaleza, de las obras de arte o de las acciones humanas que admiramos y nos emocionan. Esto es así porque la belleza -como advertía Yuriko Saito- en parte está en nuestro corazón, en nuestra mirada. Quizá por eso hacen falta años y experiencia de la vida para valorarla. Agustín de Hipona, ya maduro, escribe en sus Confesiones: «Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé. Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y allí te buscaba» (Lib. X, cap. XXVII). A mí me ha pasado quizá lo mismo, pues solo en estos últimos años he comenzado a buscar de manera consciente la belleza. No me basta con la verdad, necesito también la belleza. Como decía la experta japonesa: «La belleza es una luz que hace que la vida merezca la pena».