El virus de la violencia
Hace unos meses comenzó un movimiento social en Chile que busca demandas justas como la mejora de pensiones a los adultos mayores, sueldos más dignos y otras; situaciones que han denunciado abiertamente y de forma reiterada muchos pastores de las iglesias.
Pero ese movimiento social fue desviado hacia otros intereses ideológicos, postergando las urgentes demandas sociales, privilegiando una vorágine de violencia que siembra destrucción, caos y empobrece aún más a los pobres, que en estas circunstancias serán siempre los más perjudicados. Atacando también con fobia irracional a las iglesias cristianas y todo aquello que el propio pueblo valora por considerarlo sagrado o un bien cultural común. Curiosamente en este contexto surgen voces, incluso desde la vereda de la Iglesia, que descalifican a los sacerdotes, al pueblo fiel de Dios y a su fe.
Pero la acción violenta y sus frutos de muerte, de división, no son el camino que nos donó Dios en su Hijo, Jesús. Somos llamados al amor, se nos reconocerá como discípulos de Cristo, en tanto amemos a quienes se sitúan como enemigos y si oramos por quienes nos persiguen; al contrario, si amamos solo a quienes nos aman y piensan como nosotros, ¿en que nos diferenciamos de los violentos?
Ninguna ley humana, ninguna política pública, ninguna acción del hombre podrá traer la justicia, la equidad, la paz, el respeto a la dignidad que todos, sin excepción, anhelamos, si no está enraizada en la Palabra: Cristo. Por ello urgen los cristianos coherentes con el Evangelio en la vida pública y privada.
Al respecto es oportuna la reflexión de San Alberto Hurtado en su libro Moral Social, cuando señala que: “El Hijo de Dios, al unirse una naturaleza humana, elevó en ella a todo el género humano (...) El que acepta la Encarnación la debe aceptar con todas sus consecuencias (...) Si no vemos a Cristo en el hombre que codeamos a cada momento es porque nuestra fe es tibia y nuestro amor imperfecto. Por esto san Juan nos dice: «Si no amamos al prójimo a quien vemos ¿cómo podremos amar a Dios a quien no vemos?»”.
Hermanos, recordemos el Evangelio de San Juan cuando Jesús aparece en medio de los apóstoles, que estaban asustados y temerosos; levantando sus manos les concede la paz y el fruto de ésta en los discípulos fue la alegría. Hoy nuevamente el Señor nos muestra sus manos, heridas, pero gloriosas; para consolarnos y llenarnos de ese gozo que nadie más que Él puede conceder cuando nos toca con su Espíritu. ¡No teman! dice el Señor.
Así entonces, unidos a Cristo demos una buena batalla, con las armas de la fe. No olvidemos la promesa de la Santísima Virgen María en Fátima: “Al final mi Inmaculado Corazón triunfará”. Y en este momento de prueba invoquemos a San Miguel Arcángel proclamando con él: “¡¿Quién como Dios?!”