Derrotar al Padre de la Mentira
Hace algunos días escribí algunas reflexiones sobre “La Violencia”, en nuestra sociedad “víctima del gnosticismo, el ateísmo y la intolerancia que la vuelve como pozo envenenado...”.
Pero en este desastre de la existencia humana, Jesús -cita el Evangelio de Mateo, capítulo 11, versículos 28 al 30- nos sigue alentando: "«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera»".
Solo Él puede calmar nuestra sed de amor y de paz. Su yugo es suave, porque es el yugo del amor, que nos puede poner en caminos de afabilidad y llenar el corazón de humildad; dar paz a nuestras almas, para que nuestros labios ya no vomiten el fuego irracional de la violencia y de la muerte.
Dice San Pablo que el verdadero gozo -aquél que otorga alegría verdadera al hombre-, está basado en la eterna relación del Hijo con el Padre Dios. Este gozo cristiano permanente e inclusivo, es el gozo que brota de la presencia actuante del Espíritu Santo en nuestras vidas. Pero ¿cómo se logra esto? En mi experiencia personal, cuando lo he vivido, es porque he logrado dejar que la Gracia de Dios actúe en mi vida, abandonándome completamente a su amor, como el niño en brazos de su madre; acogiendo la infinita misericordia de Dios que nos ama entrañablemente como nadie nos ha amado antes.
La falta de experiencia del amor humano: llámese padre, madre o hermanos, pueden influir en este desamor por nosotros mismos y por los demás. Pero, aun así, Dios me sigue amando y acompañándome en mi dolor, doliéndose con mi herida.
Para lograr ese gozo del que habla San Pablo se requiere entonces poner en ejercicio la fe que recibimos en nuestro bautismo. A través de la vida sacramental, la liturgia de la palabra y la oración permanente vivida como un diálogo con el único que me ha amado eternamente. Y para quienes no tienen el don maravilloso de la fe, sólo deben pedirlo con el corazón abierto a la Gracia de Dios.
En mi vida personal y pastoral, he descubierto que la confesión frecuente, la celebración de la Eucaristía y de la unción de los enfermos han sanado mi alma del rencor y la violencia que nos generan las conductas de otros y también nuestras propias conductas que violentan a los otros.
Necesitamos reconocer que solos no podemos y que el encierro en mí mismo es la peor decisión para sanar el dolor, la rabia y el odio. Encerrados nos creamos nuestro propio infierno que se alimenta de nuestros odios y resentimientos, de nuestras faltas de perdón y de una absoluta incapacidad para amar; ello nos hace estériles e incapaces de lograr la paz en nuestra vida pues cuando nos cerramos al amor es porque nos hemos cerrado a la acción amorosa del Espíritu Santo en nuestras vidas. Frente a ese encierro aparece el Padre de la Mentira alimentando nuestra ira y apoderándose de ella para actuar en el mundo a través de este canal que he creado yo mismo con ella.
La violencia que nos muestran los distintos medios de comunicación, tanto como las redes sociales, suele ser irracional y lo es porque quien está detrás seduciéndonos es precisamente el Enemigo. La única forma de cerrarle la puerta y quitarle poder sobre nuestras acciones es amando como Dios Padre nos ama; tal como su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo nos ha amado, hasta la Cruz, muriendo por todos, hasta por los enemigos, según sus palabras nos siguen enseñando: “Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34).