Contra viento y marea: la esperanza
Hoy tenemos que afrontar el hecho de que hemos educado en la Iglesia a una generación de personas que, hasta cierto punto, pudieron ser religiosamente correctas, pero que no aprendieron a construir una relación con Dios. Hoy, ese edificio se está convirtiendo en escombros ante nuestros ojos.
Humanamente hablando, deambulamos entre las ruinas de la estructura de la Iglesia -tal y como la conocimos desde hace muchos años-, tratando de responder a la pregunta de qué fue lo que falló. ¿Por qué los jóvenes abandonan masivamente la fe? ¿Por qué es cada vez más difícil encontrar matrimonios duraderos, cohesionados e inquebrantables? ¿Por qué las iglesias se vacían a un ritmo alarmante, especialmente en las grandes ciudades y en los países occidentales? Hay demasiados «por qué» ...
Por supuesto que las respuestas -más o menos pertinentes- pueden multiplicarse. Por los escándalos en la Iglesia, por la alianza entre el trono y el altar; porque es un proceso paneuropeo, aunque no necesariamente mundial (al fin y al cabo, hay lugares en el mapa donde discurre de forma diferente); porque, como institución, la Iglesia ha fracasado. Cada una de estas explicaciones tiene mucha verdad. Sin embargo, debemos buscar las causas fundamentales. Tenía razón el sabio Evagrio del Ponto, quien hace muchos siglos decía que «la oración es más sublime que todas las virtudes» (Filocalia). ¿Por qué? Porque ellas sólo pueden desarrollarse de forma permanente si son fruto de un encuentro espiritual. En cambio, nosotros, que vivimos en la Iglesia, llevamos años señalando a sucesivas generaciones los principios de la moral cristiana; pero sin abrirlas a una auténtica relación con Dios, a la experiencia de su presencia. Hoy cosechamos las consecuencias.
¿Qué ha ocurrido? En la mente de muchos que abandonan la Iglesia en masa o la sustituyen por alguna forma personalista de espiritualidad, el cristianismo es una forma ritualizada de comportamiento religioso que ya no entienden ni en el que encajan, por eso lo abandonan. Sin embargo, nunca hubo un verdadero acto de fe. Esto hay que verlo con toda claridad. Como comunidad de creyentes, no les hemos dado una experiencia de la proximidad de Dios en la Iglesia, o al menos, no en la medida y escala que deberíamos.
A menudo hemos mostrado a un Dios que espera reverencia, respeto, homenaje, adhesión a normas y costumbres; en lugar de Aquel que primero nos amó y constantemente nos busca con misericordia, en la humillación, en las heridas, en el sufrimiento hasta la cruz. Así que enseñamos cómo rendirle homenaje con oraciones rezadas, en lugar de cómo encontrarnos con Él, cómo rezar auténticamente. Enseñamos a ganarnos su favor, a pedir sus gracias, a merecer su amor, no a abrirnos a él. Dominamos a la perfección las diversas técnicas de pedir, pero no mostramos el gusto por la adoración desinteresada. Preferimos advertir de la condenación en lugar de animarnos a vivir el misterio de la salvación.
En la narrativa sobre la Iglesia, nos hemos suscrito voluntariamente a las convenciones del nosotros-ellos, reduciéndola a su jerarquía y ni siquiera pensando en lo que significa ser la Iglesia. Nos ha gustado hablar de sacerdotes u obispos, normalmente de forma crítica, pretenciosa, exigente o testaruda, sumisa y tóxica. Pero, de alguna manera, no hemos sido muy buenos compartiendo nuestra fe y viviendo nuestra relación con Dios. La palabra Jesús -especialmente ante otros- aparece en nuestros labios como una exclusiva y vergonzosa rareza. ¿Podemos sorprendernos de que aquellos a quienes se suponía debíamos inspirar una fe madura nunca se encontraran con Él ni llegaran a conocerle? ¿Que no creyeran en Él ni confiaran en Él?
Escribo sobre «nosotros» porque no se trata de señalar singularmente con el dedo acusador. Porque seguimos siendo un solo Cuerpo: la Iglesia. Por supuesto, puedes mirar a tu alrededor y buscar explicaciones en el mundo, en las tentaciones, el diablo, la civilización, la cultura, los medios de comunicación. Muchas de estas explicaciones esconden una buena parte de verdad. Pero no cubren lo que nosotros mismos, como cristianos, no hemos dado a los demás.
¿Cuál es, pues, el resultado de todo esto? Contra toda apariencia, la esperanza. En primer lugar, porque Dios está invariablemente en su Iglesia y la ama invariablemente. La purifica porque se preocupa por ella. Lo que para nosotros es un signo del fin, para Él es siempre un proceso, y a menudo el anuncio de un nuevo comienzo. Sí, la parte humana, temporal, cultural, histórica, de la Iglesia, cambia. Lo que no cambia es la divina. Por último, aunque caigamos, nos perdamos y nos extraviemos, Dios confía continuamente en nosotros. Cuando envió a sus apóstoles de dos en dos, aún no estaban del todo formados, maduros en la fe, bien preparados. Sin embargo, les dio poder sobre los demonios. Así que fueron, predicaron, curaron y liberaron. Ciertamente cometieron muchos errores. Y, sin embargo, el Señor los envió, los sostuvo firmemente de su mano; igual que sostiene hoy a quienes, pase lo que pase, deciden seguirle.