¿Cómo seremos juzgados?
El juicio final es un asunto muy misterioso y cuando pensamos en él solemos hacerlo de diferentes maneras. Sabemos que ocurrirá en algún momento de un futuro indefinible, al final de los tiempos, e implicará la Segunda Venida de Cristo. El Catecismo de la Iglesia Católica nos instruye que "ante Cristo, que es la verdad, se revelará finalmente la verdad de la relación de cada persona con Dios. El juicio final revelará lo que cada uno ha hecho bien y lo que ha dejado de hacer durante su vida terrena, incluidas todas las consecuencias" (CIC 1039).
Para los que ya han partido de este mundo -la inmensa multitud de personas que viven en distintos momentos de la historia, muertas y ya juzgadas en el momento de la muerte (juicio particular)- no se tratará de un cambio de juicio, sino de un sello final que confirmará su destino en la eternidad. Para aquellos que viven para ver el día del juicio - un momento decisivo para su futuro. Sin embargo, es imposible evitar la pregunta de cuál será exactamente el fundamento del juicio: ¿qué criterio utilizará Dios para separar a los buenos de los malos e invitar a los primeros a la felicidad eterna junto a Él? Pues bien, este criterio, nos ha sido comunicado por Jesús con clara precisión. El problema es que probablemente todavía no lo hemos escuchado con suficiente atención Sus palabras ni hemos sacado de ellas las consecuencias correctas.
En el Evangelio según San Mateo, podemos encontrar una imagen significativa y sugerente del juicio final que Jesús transmite a sus oyentes (cf. Mt 25, 31-46). Habla de cómo, cuando el Hijo del hombre vuelva en su gloria y reúna ante sí a todas las naciones, separará a los buenos de los malos, como un pastor separa las ovejas de los cabritos. ¿Basándose en qué se guiará? Paradójicamente, en absoluto por el número de tratados teológicos leídos, de sermones fervorosos o de testimonios edificantes pronunciados, por el número de horas dedicadas a la oración o a los servicios religiosos, o por el tiempo dedicado a la lectura devocional o a las conversaciones espirituales. Porque todo esto sólo tiene por objeto ayudarnos a amar más, y nuestro amor debe manifestarse en una respuesta eficaz a las necesidades de los "más pequeños".
En sus enseñanzas, Jesús llama bienaventurados a quienes cuidan de los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnudos, los enfermos y los encarcelados, y malditos a quienes no lo hacen. Por supuesto, la lista de estos "más pequeños" y sus necesidades no está cerrada. La palabra griega ?????????(elachistos) -muy pequeño, el más pequeño-, aplicada a las personas, significa no sólo alguien de baja estatura, sino también alguien débil, indefenso, que despierta compasión, necesitado de ayuda. Es con esas personas con las que Jesús se identifica más, lo que significa que la forma en que las tratamos, la forma en que respondemos a sus necesidades vitales básicas equivale a la forma en que trataríamos al Hijo de Dios.
Esto es conmovedor y chocante al mismo tiempo. Porque es muy posible que, si nuestra fe y devoción no están al servicio de esa comprensión del amor, no nos sirvan de nada. San Juan de la Cruz tenía razón cuando escribió que, al final de nuestras vidas, seremos juzgados por el amor.