En Juan 6,68 Simón Pedro dice a Jesús: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”. Y es que Dios en Persona ha entrado en la Historia y nos va conduciendo con su Vida y sus Palabras verdaderas hacia la Vida eterna.

Dios se presenta a sí mismo como la Verdad: “mi boca dice la Verdad” (Prov 8,7). Jesús se nos presenta a sí mismo así: “Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). En consecuencia para mí el problema es: ¿cómo puedo yo vivir en la verdad y lejos de la mentira?, o lo que es lo mismo: ¿cómo puedo vivir en unión con Cristo?

Jesús nos enseña el amor incondicional a la verdad (cf. Mt 5,37). “La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía” (CEC nº 2468).

El primer deber elemental del hombre honrado es la apertura constante a la verdad. A la hora de buscar la verdad es muy importante el sentido común, que suele llevarme a rechazar como falso lo que me parece un disparate, como me sucedió la primera vez que me explicaron lo que es la ideología de género, y, a mi vez, me ha llevado a tropezarme con esa mima dificultad cuando he intentado explicarlo a personas que no sabían lo que era. Esa apertura a la verdad me pide la plena disponibilidad y docilidad para seguir sus exigencias, lo que puede llegar a imponerme, en determinadas circunstancias, sacrificios incluso notables. Honrar la verdad significa la conformidad de nuestros pensamientos y sentimientos íntimos con nuestras acciones externas. El deber de decir la verdad se basa, ante todo, en la relación de necesaria conformidad entre el pensamiento y el signo exterior. Especialmente hay el deber de decir la verdad en las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, en cuyo caso el cristiano ha de profesarla sin ambigüedad, en fidelidad a la propia conciencia. Pero nuestra palabra debe estar al servicio del amor y precisamente por este imperativo, a veces no se puede decir toda la verdad y no siempre es necesaria decirla a todos. La verdad exige guardar la fidelidad debida con honradez y discreción; por ello, no estoy obligado a una respuesta veraz cuando signifique indiscreción o violación de un secreto que debo mantener. Recuerdo que en una ocasión un periodista en una entrevista a un obispo le dijo: “Señor Obispo, no sé si esta pregunta es indiscreta”. A lo que el obispo respondió: “Las preguntas nunca son indiscretas. Lo que sí pueden serlo son las respuestas”.

Lo opuesto a la verdad es la mentira, que “consiste en decir falsedad con intención de engañar. El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: ‘Vuestro padre es el diablo… porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira’ (Jn 8,44)’ (CEC nº 2482)”.

Jesucristo no sólo considera al diablo como padre de la mentira, sino que no duda en llamar a los judíos que no creen en Él hijos del diablo, porque son mentirosos y homicidas (Jn 8, 37-44), frase que en los tiempos actuales se puede aplicar a los abortistas y partidarios de la ideología de género, porque no creen en Jesús, son partidarios de matar a seres humano en el aborto y en la eutanasia e hijos de la mentira, porque la mentira de la ideología de género defiende todo lo contrario a la Moral cristiana. La mentira es funesta porque socava la confianza entre las personas y puede tener graves consecuencias para los que se desvían de la verdad. No nos olvidemos que para la convivencia social y para poder fiarnos de los demás se requiere que actuemos con veracidad.

Para realizarnos como personas libres valoremos la verdad: “La Verdad os hará libres” (Jn 8,32), nos dice Jesucristo, mientras los relativistas nos dicen: “La Libertad os hará verdaderos”, camino seguro hacia la mentira, el relativismo, el libertinaje, el crimen, y la tiranía, como nos muestra la Historia.

Cuando nos referimos tan duramente contra la mentira, está claro que no nos referimos a las así llamadas mentiras piadosas, sobre las que preguntado un muy conocido cardenal, contestó así : “Por supuesto que estoy en contra, pero no demasiado, que yo también las digo”.


 
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