Cuando uno habla con amigos o escarba en las redes sociales nota en muchos de ellos una intensa preocupación por la sarta de leyes aberrantes que han entrado en vigor en los últimos años.

 

¿Cuál es la causa de esta situación? Jesús, en la Última Cena nos lo declara: «Sin mí no podéis hacer nada» (Juan 15,30). En pocas palabras, nos advierte claramente que, si prescindimos de Él, nos estrellamos. Y ese es el problema de la mayor parte d nuestra clase política: no creen en Dios, o, en el mejor de los casos, prescinden de Él. Y por ello dice Ratzinger que para ellos: «Dios no existe, y de existir, no tiene nada que ver con nosotros». Esta es prácticamente, la máxima del mundo moderno: «Dios no se ocupa de nosotros y nosotros tampoco nos ocupamos de Dios». Las obligaciones que teníamos ante Dios y el juicio divino han sido suplantadas por las que tenemos ante la Historia y ante la humanidad» (J. Ratzinger, «La sal de la tierra», Madrid, 137).

 

Al no existir o no preocuparse Dios de nosotros, la primera consecuencia es la no existencia de la Ley Natural. Como dijo Zapatero: «La idea de una ley natural por encima de las leyes que se dan los hombres es una reliquia ideológica frente a la realidad social y a lo que ha sido su evolución. Una idea respetable, pero no deja ser un vestigio del pasado». Es decir, en su concepción relativista, como Dios no existe, el orden social no se ve como reposando en las leyes de Dios o de la naturaleza, sino como resultado de las elecciones libres del individuo y del pueblo soberano. A nivel individual nos encontramos con el subjetivismo, el hecho que no hay ningún ser superior a mí y en consecuencia la no existencia de reglas generales.

 

El prescindir de Dios y de la Ley Natural significa como primera consecuencia dejar de tener como criterios morales el principio básico de que «hay que hacer el bien y evitar el mal», así como el que los diez mandamientos carezcan de valor. En cambio, para nosotros los valores morales concurren al descubrimiento de la belleza y esplendor del amor, e indirectamente constituyen la mejor salvaguardia para la subordinación de la sexualidad al amor.

 

Otra consecuencia es que el sentido común deja de tener valor. Mientras matar a una rata o piropear a una mujer son delito, no lo son ni el aborto, n i la eutanasia, ni corromper a los menores, ni quitar la patria potestad a unos padres porque se oponen a que a sus hijos les cambien de sexo, ni poner una denuncia falsa a tu marido, ni la destrucción de la familia, porque en la ideología de género se concibe a la pareja humana como un ámbito de conflicto, transformando lo que debe ser una relación de amor, en una relación de conflicto. ni hacer apología de ETA, ni malversar fondos públicos, ni disminuir las penas o poner en la calle a violadores, ni dentro de unos días, amnistiar a quienes dan golpes de Estado. No podemos sino preguntarnos: ¿Dónde queda el sentido común y cómo hemos llegado a tener semejantes dirigentes?

 

¿Qué hemos de hacer para que se respeten los valores? Ante todo, dos cosas: creer en el valor de la oración y no creer que no podemos hacer nada. No nos avergoncemos de nuestras creencias y opiniones y sepamos dar testimonio de ellas, por ejemplo, cuando podamos pedir el pin parental, haciéndolo. En pocas palabras, no nos callemos.

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