Luis Alberto de Cuenca ha titulado así su último libro de poemas, que es como si lo hubiese titulado La vida; pues todos nuestros trabajos y nuestros días transcurren «después del paraíso», expulsados de aquel Edén del que, sin embargo, permanecemos prendidos, porque misteriosamente intuimos que nuestra naturaleza caída no es el destino para el que fuimos creados. Sabemos que aquel esplendor del Paraíso se ha «perdido para siempre, / irremediablemente caducado»; pero nuestro empeño es traerlo a esta vida hostigada por las desilusiones, por las decrepitudes, por las angustias.

 

En esta tensión o zozobra vital discurre Después del Paraíso (Editorial Visor), que es el libro más hermoso de Luis Alberto de Cuenca, porque nace de la conciencia de esa expulsión irremediable del Edén –y, por lo tanto, de la fragilidad de nuestra naturaleza– y a la vez no renuncia al deseo de recuperarlo, siquiera mediante pequeños vislumbres, mediante modestos consuelos, mediante esos rescoldos de una hoguera que son los recuerdos, los libros, los mitos o el deseo. El poeta que escribe estos versos ya se asoma a los páramos de la vejez y comprueba que la muerte se ha llevado consigo a muchos de sus amigos; y ha aprendido a «hablar de vivos como si / ya hubiesen desaparecido, / porque así va forjando uno / la idea de lo que la ausencia / supone para los humanos». Además, mientras escribe, sobreviene el ‘virus chino’ que lo condena a permanecer encerrado en casa, donde lo asaltan ataques de pánico ante un mundo «sin puertas ni ventanas» que se le asemeja una «cisterna / bizantina infestada de bichejos», «un pozo en el que caigo y no consigo / llegar nunca hasta el fondo; un comecome / que inunda de picores mi trastienda / mental; un cementerio en que los muertos / abandonan sus tumbas y me dicen: ‘Ven con nosotros. Vamos a ensayar / contigo la versión dramatizada / de un famoso relato de Edgar Poe. / Se titula ‘El entierro prematuro’».

 

Luis Alberto de Cuenca muestra sus angustias sin aspavientos, con un humor a veces negro, otras socarrón, que es la mejor alquimia de su poesía.

 

Luis Alberto de Cuenca siempre ha tenido el don –como demuestran estos versos que acabamos de citar– de mostrar sus angustias sin aspavientos ni jeremiadas, con un humor a veces negro, a veces socarrón, que es la mejor alquimia de su poesía, porque las corrientes tenebrosas de su vida interior hallan así una expresión festiva. Pero esta nota intransferible de su poesía adquiere aquí una calidad nueva, de una humanidad a la vez más serena y más doliente, más consciente de sus miedos pero también del amor que los exorciza, más consciente de su fragilidad pero también de su destino eterno. En la poesía de Luis Alberto siempre ha tenido una presencia constante –a veces borrascosa y turbia, a veces exultante– la pasión amorosa; pero en Después del Paraíso esa cuerda que Luis Alberto ha sabido siempre tañer maravillosamente cobra una vibración más ardiente, y la amada –su esposa, Alicia– se convierte en «mensajera de bienes» que descansa en el bosque sagrado de los mitos y sueña «que el dolor de este mundo / desaparecerá», vivificando el espíritu devastado del poeta. Los epigramas amorosos que Luis Alberto incluye en su libro juegan (y juguetean) como siempre con la tradición, pero hay en ellos un ansia de eternidad que necesita algo más que arder en el fuego erótico y que tal vez encuentre cauce cuando, parafraseando a San Agustín, deja que reine en su corazón esa Belleza tan antigua y tan nueva que le devuelve la paz.

 

Así el poeta, aunque expulsado del Paraíso, puede asomarse al mundo con ojos nuevos. Así puede ver una realidad transfigurada y adentrarse en los secretos de Dios; así puede –en un poema cuajado de una emoción de muchos quilates–, mientras contempla a unos niños que juegan en el parque, fijarse en «ese niño que llora y con quien nadie / juega», a quien Dios «le revela / que cuando sea mayor, militará / en las filas de la caballería / andante», para que pueda defender a los débiles, como hizo en el pasado con otros niños y como lo seguirá haciendo en el futuro. Tal vez ese niño elegido sea el mismo que, en un divertido soneto del libro, se niega a salir al recreo y se queda feliz en clase, leyendo un tebeo de Flash Gordon. Y leyendo ese tebeo ese niño es feliz, aunque su vida transcurra después (¿o antes?) del Paraíso.

 

Luis Alberto de Cuenca ha descubierto que, después del Paraíso, queda la libertad humana para «labrar nuestra desgracia / siguiendo el mal camino» o descubrir que alguien nos ha elegido para leer un tebeo de Flash Gordon o descansar con la amada en el bosque sagrado de los mitos, mientras la muerte desfila por la tierra. Tal vez la poesía sea la forma más sublime de caballería andante; tal vez Luis Alberto de Cuenca haya asumido al fin su destino, después y antes del Paraíso.

 

 

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