Las tentaciones llegan continuamente a nuestras vidas, de diferentes formas y con un amplio abanico de posibilidades, que quedan recogidas en la lista de los siete pecados capitales: soberbia, avaricia, envidia, ira, lujuria, gula, pereza. En otras listas se añadía la acedia (o tristeza espiritual).
¿Cómo funciona la tentación? Diversos autores del pasado han analizado sus etapas. Por ejemplo, san Juan Clímaco (siglos VI-VII) recogía una vieja tradición en la que se enumeraban cinco momentos: "la tentación, la tardanza del pensamiento, el consentimiento y la lucha, el cautiverio y la pasión del espíritu", y luego describía cada uno de ellos (cf. Escalera del Paraíso, escalón 15, de la castidad, n. 74).
Más cercano a nosotros, Vladímir Soloviov (1853-1900) exponía tres etapas, o tres grados, de la tentación, y cómo afrontar cada una de ellas para evitar el pecado.
"El proceso interior por medio del cual la inclinación maligna domina nuestro yo presenta tres grados principales. Al principio surge en la mente la idea de algún objeto o acción correspondiente a una de las inclinaciones malignas de nuestra naturaleza. Esta idea incita al espíritu a pensar en él".
Frente a ese primer momento (pensar en un posible objeto o idea que lleva al mal), existe un modo muy fácil de responder. “En este primer momento es suficiente un simple acto de voluntad que rechaza este pensamiento; el espíritu debe simplemente manifestar su firmeza e impenetrabilidad frente a elementos extraños”.
Por desgracia, no todos reaccionamos en esa primera etapa con la firmeza necesaria (y muchas veces fácil) para atajar el mal en sus inicios. Es entonces cuando resulta posible pasar a la segunda etapa de la tentación. Así la expone Soloviov:
"Si no se procede así [es decir, si no se ha cortado la tentación desde su inicio], el pensamiento evoluciona y forma en la imaginación un cuadro completo de uno u otro carácter: sensual, vengativo, vanidoso, etc. Este cuadro obliga a la mente a ocuparse de él, y de él ya no es posible distanciarse con un mero acto de voluntad, sino que exige que la mente se abstraiga en una reflexión de dirección contraria (por ejemplo, una reflexión sobre la muerte)".
Como se ve en el texto apenas citado, no basta con un acto de voluntad para cortar la tentación en su segunda etapa, sino que hace falta un ulterior esfuerzo interior para contrarrestarla con "una reflexión de dirección contraria"; es decir, con algo que nos atraiga hacia otro ámbito interior que sea suficientemente fuerte como para apartarnos del atractivo del mal.
Si no lo hacemos así, entramos en la tercera etapa de la tentación. Sigue nuestro texto:
"Pero si la mente en este segundo momento, en vez de abstraerse de las representaciones del pecado, se para en ellas y, por así decir, se une con ellas, entonces entra en escena el tercer momento, cuando ya no solo la mente, calladamente motivada por la inclinación maligna, sino el espíritu entero se entrega al pensamiento pecaminoso y se deleita en él".
Este momento es el más peligroso y difícil, pues nuestro ser está envuelto e involucrado por la fuerza de la pasión, y superarla exige un esfuerzo mucho mayor, como explica Soloviov:
"La norma para la liberación de este cautiverio ya no puede limitarse ni a un acto de renuncia de la voluntad, ni a una reflexión de distracción por parte de la mente, sino que se exige un acto práctico moral que restablece el equilibrio interior en todo el hombre. De otra manera, la victoria de la excitación pecaminosa sobre el espíritu se convierte en pasión y vicio. Y aquí el hombre pierde su libertad racional y las prescripciones morales pierden para él su fuerza".
Ayuda, en el combate para vencer las tentaciones, conocer este proceso interior y darnos cuenta de que somos capaces de una acción serena y decidida para atajarlas desde su inicio. Desde luego, ello es posible cuando el corazón opta en serio por el amor a Dios y a los hermanos, y busca crecer en ese amor frente a las seducciones que nos alejan del mismo.
Con frecuencia experimentaremos la derrota al no haber vencido una tentación. Tras la misma, la confianza en Dios nos ayudará a levantarnos y a hacer una buena confesión cuando hayamos cometido un pecado grave.
Luego, seguiremos en camino con un sano realismo y, sobre todo, con la alegría agradecida que surge al ver que la misericordia de Dios es eterna, y que salva a todos los que con humildad acuden a Él.
(Los textos de Vladímir Soloviov han sido tomados de esta obra: La justificación del bien. Ensayo de filosofía moral, Parte I, capítulo 2, VII; Sígueme, Salamanca 2012).