La vida está llena de lucha, de concursos, de victorias, de derrotas. Unos ganan, otros pierden. Es la ley inflexible que se aplica tanto al fútbol como al postular a un trabajo. Es la ley que también funciona en el mundo de las trampas y las recomendaciones: el que tiene amigos más poderosos, el que es más ingenioso y sin escrúpulos, tiene todas las de ganar, mientras para los demás queda sólo la tristeza de los fracasados.
Pero podemos imaginar un ámbito humano en el que vence el que pierde, en el vive el que muere, en el que el débil llega a convertirse en el más fuerte. Es una de las muchas paradojas del Evangelio.
En el mundo, la gente busca los primeros lugares, quiere el triunfo, anhela el poder, se afana por el dinero. En el Reino de Cristo, los creyentes aprenden que el más pequeño es el más grande, que quien sirve es el auténtico señor, que los últimos serán los primeros (cf. Mt 20,16; Mt 23,1-11; Mc 9,35; Lc 14,7-11; Jn 13,1-16).
En la carrera cristiana, lo que cuenta no es brillar, ni dominar, ni poseer, ni tener títulos, ni ascender en el trabajo. Cuenta simplemente hacer un camino hacia la sencillez, el despojamiento, la abnegación, la humildad, el servicio, el aprecio hacia los demás. Por eso el cristiano sabe que tiene que recorrer el camino del grano de trigo, que tiene que hacerse pequeño para ser grande, que tiene que morir para alcanzar la vida verdadera (cf. Jn 12,23-26).
El Calvario, entonces, es el inicio de la Victoria, es la puerta que lleva a la Pascua, es el pasaporte auténtico para el cielo. Al contemplar la Cruz comprendemos que los perdedores son los que ganan, si acogen, a partir de sus dolores y sus renuncias, la gracia que les permite vivir según la esencia del cristiano: amar como el Maestro, hasta dar la vida por los amigos