El cristianismo no es una filosofía, una idea, un manual de reglas morales. El cristianismo es un acontecimiento entretejido de maravillas y rostros. En Vanimo y luego en la remota aldea de Baro, en una calurosa tarde de domingo, tuvimos una vez más la prueba de ello. Había asombro y gratitud en los rostros de Miguel De la Calle, Martín Prado y Tomás Ravaioli, los misioneros argentinos del Verbo Encarnado que pasan alegremente su vida anunciando el Evangelio en la periferia del mundo, en esta hermosa tierra que tiene los colores de los cuadros de Paul Gauguin. Había asombro y gratitud en el rostro de Francisco, que a sus casi 88 años, en silla de ruedas, embarcó en un Hércules C130 de la Fuerza Aérea Australiana cargado de paquetes de ayuda y regalos, para coronar un sueño cultivado durante una década: el de estar aquí, con ellos, y abrazar con la mirada y las manos de viejo padre jesuita convertido en pastor universal a aquellos hombres felices, vestidos de blanco como él, y sobre todo a su gente. Ese pueblo que ha aprendido a conocer a la Madre de Jesús desde el rostro de «Mamá Luján», la patrona de la Argentina.

 

Había que ver al Papa Francisco, sentado en el pequeño salón de la casa de madera cubierta de mosquiteros donde residen los misioneros, tomando mate sentado junto a ellos, tras la multitud de hombres, mujeres y niños con ropas de colores, cubiertos con pocas plumas o paja, con cuerpos multicolores. Desde hace años, el Sucesor de Pedro está en contacto con sus compatriotas que dan testimonio del amor incondicional del Dios de Jesucristo entre este pueblo. En particular con uno de ellos, el padre Martín. Ayer el joven misionero no tenía palabras para agradecer al amigo que había desafiado a todo y a todos para estar aquí siquiera unas horas y ver con sus propios ojos el espectáculo de una iglesia naciente y sus mil desafíos vividos con alegría.

 

En Vanimo y Baro no faltan los problemas. La gente vive en la precariedad, sin agua corriente ni electricidad, hay pocas medicinas. La violencia, el tribalismo y la explotación de las enormes riquezas minerales y madereras por las multinacionales son una realidad. Los Padres del Verbo Encarnado, en esta costa del océano Pacífico apretada entre la selva y el arrecife de coral, dieron a luz en 2018 a una orquesta de cuerda compuesta por niños y jóvenes. En la tonelada de bultos que llevaba el Papa en el avión militar, también había violines y violonchelos. Francisco, feliz como un niño, pudo escuchar un par de piezas. Viendo la escena, uno no puede evitar pensar en el milagro de las reducciones, las aldeas indígenas de Paraguay organizadas por los jesuitas, con sus escuelas de canto, de las que quedan ecos en los libros de historia y en escenas de la película «La Misión». Pequeños brotes de Evangelio que brotan silenciosos entre culturas ancestrales y reverberan ternura, cercanía, compasión, amor incondicional por los últimos y los olvidados. Vidas entregadas por amor hasta la última gota. Alegría en los rostros de los ancianos y de los muchos niños sonrientes. Alegría en los rostros curtidos por el sol y manchados de sudor de los misioneros que hoy se han puesto la túnica blanca para recibir a su amigo el Obispo de Roma. Alegría en el rostro de Francisco, que vuelve a subir al vehículo militar C130, pero al que le habría gustado quedarse aquí.

 

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