Están los túneles de la guerra y del terror, los que sirven para esconder soldados, milicianos y rehenes. Y están los túneles creados para unir en la amistad a personas de distintas religiones.

 

En Yakarta, la mezquita Istiqlal, la más grande del sudeste asiático, y la catedral católica de Nuestra Señora de la Asunción, se levantan una frente a otra, cerca la una de la otra, pero separadas por una carretera de tres carriles. Un antiguo subterráneo ha sido restaurado, adornado con obras de arte y transformado en el «túnel de la fraternidad» para conectar el lugar donde rezan los musulmanes con aquel donde los cristianos celebran la Eucaristía.

 

En un mundo en llamas donde se combaten las guerras relatadas por los medios de comunicación y aquellas olvidadas, donde la violencia y el odio parecen prevalecer, necesitamos encontrar caminos de amistad, apostar por el diálogo y la paz porque somos «todos hermanos». Esto es lo que nos testimonia el Sucesor de Pedro, constructor de puentes.

 

Francisco se embarca hacia Asia y Oceanía, en el viaje más largo de su pontificado: de Indonesia -el mayor país musulmán del planeta- a Papúa Nueva Guinea, luego de vuelta a Timor Oriental y, por último, a Singapur. Una peregrinación para estar cerca de los cristianos allí donde son un «pequeño rebaño», como en Indonesia; o allí donde representan casi la totalidad de la población, como en Timor Oriental. Un viaje para encontrar a todos y reafirmar que no estamos condenados a los muros, las barreras, al odio y a la violencia, porque mujeres y hombres de confesiones, etnias y culturas diferentes pueden vivir juntos, respetarse, colaborar.

 

Aunque programada hace cuatro años y luego aplazada a causa de la pandemia, la visita a Asia y Oceanía adquiere hoy un significado profético. El Obispo de Roma, con el estilo del Santo de Asís cuyo nombre lleva, se presenta inerme, sin propósitos de conquista ni de proselitismo, sólo deseoso de dar testimonio de la belleza del Evangelio llegando hasta Vanimo, una ciudad de nueve mil almas que se asoma al océano Pacífico.

 

Es lo que había movido a su predecesor Pablo VI, que el 29 de noviembre de 1970, a bordo de un pequeño avión, había llegado a Apia, en la Samoa independiente, para celebrar la misa en un pequeño y tambaleante altar de Leulumoega para algunos centenares de isleños. Es lo que movió a Juan Pablo II a visitar varias veces esta zona del mundo, haciéndole decir el 20 de noviembre de 1986 en Singapur a propósito de la «verdadera esencia» de la enseñanza de Jesús: «El amor responde generosamente a las necesidades de los pobres, y está marcado por la piedad hacia los que sufren. El amor está dispuesto a ofrecer hospitalidad y es fiel en los momentos difíciles. Siempre está dispuesto a perdonar, a esperar y a corresponder a una blasfemia con una bendición. 'La caridad no acaba nunca' (1 Co 13,8). El mandamiento del amor es el núcleo del Evangelio».

 

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