Nos referíamos hace unas semanas a la desafección que las nuevas generaciones muestran a la prensa y, en general, a los medios de comunicación de masas, que perciben como cipayos. Y señalábamos como posibles razones de esa desafección la creciente propensión de los medios a propagar lacayunamente noticias burdamente sesgadas, intoxicaciones groseras, bulos despepitados y ‘versiones oficiales’ sistémicas; todo ello mientras denuncian farisaicamente las llamadas ‘fake news’, con las que no se refieren tanto –como se pudiera suponer a simple vista– a las ‘noticias falsas’ como a todas aquellas informaciones de procedencia ‘sospechosa’ (es decir, no controlada) que osan desafiar el ‘relato’ establecido (es decir, la ‘versión oficial’ circulante).
Quizá una de las manifestaciones más aberrantes de este ‘relato’ la hallemos habitualmente en la sección de ‘sociedad’ de los grandes medios, donde se nos presentan como ‘tendencias’ en boga lo que no son sino expresiones dramáticas y a veces traumáticas de la pobreza (y, evidentemente, no hablamos aquí de la pobreza entendida como virtud, sino como lacra social). A nadie se le escapa que la principal magia negra sistémica consiste en lograr que las calamidades con que nos afligen sean confundidas con ‘opciones vitales’ libremente asumidas: así, por ejemplo, se hace creer al pobre diablo remunerado birriosamente que ha renunciado a criar una prole porque así es mucho más libre; o se le convence de que no se ha comprado una casa espaciosa porque resulta mucho más cómodo vivir de renta en un cuchitril, etcétera. Los ejemplos podrían multiplicarse; y una prensa que no estuviese genuflexa ante esta magia negra sistémica se dedicaría a denunciarla agriamente, y a señalar a sus promotores.
Pero hete aquí que la prensa, lejos de dedicarse a desenmascarar esta magia negra, devolviendo a sus lectores la conciencia de la injusticia que están padeciendo, se dedica a oscurecérsela todavía más, haciéndoles creer que su vida menesterosa y sórdida es una vida glamurosa y envidiable. Desde hace años, la prensa se dedica a presentar sublimadas las penalidades derivadas de la lacra de la pobreza, como si fuesen formas de vida virtuosa, expresiones admirables de ‘economía colaborativa’, incluso como tendencias en boga que nos convierten en vanguardia social comprometida con la salvación del planeta. De este modo, lastimosas situaciones vitales, como la del adulto que necesita compartir piso con otros adultos que no forman parte de su familia, por la sencilla razón de que su sueldo no le permite vivir a su aire (y mucho menos formar una familia) han sido presentadas en la prensa como ‘opciones’ atractivas que nos permiten reducir nuestros gastos y a la vez fomentar formas de vida más ‘sostenible’ (y todo ello, además, con el aderezo indecente del anglicismo para cretinos, en este caso ‘co-living’). Recuerdo, incluso, haber leído en un periódico un reportaje en el que se presentaba como una nueva modalidad de ‘dieta hipster’ rebuscar restos de comida en los contenedores de basura; y en donde se trataba de ‘romantizar’ la desesperación que a una persona lleva a tal ignominia, maquillándola de ‘tendencia sostenible’ que causaba furor entre sus adeptos, a quienes por supuesto se retrataba como paladines de una forma de vida más justa y más sana (y también se les asignaba a los miembros de esta secta basurienta un nombre absurdo en inglés que ya no recuerdo).
Hace unos días leía otro reportaje que hacía una alabanza encendida de una ‘nueva filosofía’ llamada –el anglicismo para cretinos que no falte– ‘staycation’, consistente en quedarse en casita en vacaciones, para evitar el estrés de los aeropuertos y la incomodidad de las playas atestadas. Las vacaciones –se nos repetía machaconamente en el reportaje– no exigen el viaje, sino tan solo un «tiempo para la relajación» que puede igualmente disfrutarse en el sofá, tomando una cervecita; pues, a fin de cuentas, «relajarse es tan sólo un estado de ánimo». Evidentemente, quien elige el sofá de su casa para pasar las vacaciones (el sofá que tal vez comparta con otro inquilino de la misma casa que no es de su familia) mientras se toma una cervecita (la cervecita tal vez caducada que ha rescatado del contenedor de la basura) es porque no tiene dinero para pagárselas. Y la prensa que está tratando de camuflar esta cruda verdad, tratando de que sus lectores la perciben grotescamente como una tendencia tentadora, es lacaya de la magia negra sistémica que trata de presentar las penalidades causadas por la pobreza como si fuesen formas de vida virtuosa, para convencernos de que seremos más felices cuanto más dócilmente asumamos que nos despojen.