Lo sé: rezar es hablar con Dios. Pero a veces, cuando intento rezar, parece que me encuentro solo, con mis ideas, sentimientos, impresiones, cansancios y proyectos.
El rato dedicado a Dios se convierte, en ocasiones, en una especie de monólogo, donde pasan ante mi corazón hechos y deseos de todo tipo.
Como explican diversos autores de vida espiritual, las distracciones pueden convertirse en oración. Sin embargo, a veces son tan intensas, que mi mente apenas se dirige hacia mi Padre de los cielos.
¿Cómo afrontar este cúmulo de imaginaciones y de razonamientos que pasan por mi mente precisamente cuando mi propósito era el de hablar con Dios?
No hay recetas fáciles. Hace falta una cierta disciplina, un control continuo sobre aquello que me aparta de lo “único necesario”, de la “mejor parte” (cf. Lc 10,41-42).
Esa disciplina, ciertamente, no arregla todo. La oración me pide abrirme a Dios, pero no obliga a Dios a responder, ni siquiera a consolarme como desearía.
Por eso, muchas veces puedo llamar a su puerta como un mendigo, casi sin nada entre mis manos, cuando reconozco que tengo poco amor y demasiado apego a mí mismo.
Dios, lo sé, me mira siempre como Padre. Conoce mis deseos buenos y mis deseos egoístas. Sabe que en mi alma hay una lucha que dura desde hace años.
Si consigo serenar mi alma, si dejo que mi corazón se abra, será posible ese gran milagro de una oración humilde, confiada, de un hijo que suplica y acepta, que espera y que llama.
Con sencillez haré mías las palabras del joven Samuel, y repetiré lleno de confianza: “¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!” (cf. 1S 3,10).